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Trump, presidente de los obreros

El cinturón del óxido parece menos roñoso al oeste de Pittsburgh (Pensilvania). La actividad es frenética en los alrededores de la nueva planta que la petroquímica Shell está construyendo en el condado de Beaver, a orillas del río Ohio.

Alimentada por el gas natural obtenido a pocos kilómetros gracias a la técnica del fracking , en un año debería estar produciendo millones de toneladas de pellets de plástico para fabricar botellines, móviles o coches. “La inversión nos ha puesto en el mapa”, celebra Lew Villotti, presidente del consejo económico del condado. “A los que me preguntan por la contaminación siempre les digo lo mismo: ¿qué había antes ahí? Una fundición de zinc y laderas con árboles muertos. Es lo que recuerda la gente de aquí. La mayoría no lo ve como un problema”.

El plástico, dicen, puede ser el nuevo carbón para los Apalaches. “El renacimiento energético de América ha llegado a Pensilvania”, proclama Donald Trump en sus frecuentes visitas a la zona, en las que se arroga el mérito de la inversión, aunque se decidió antes de su elección. Otros dicen que no es más que un espejismo. Aunque las obras emplean a 6.000 personas y están dejando mucho dinero a los gremios locales, cuando la planta esté acabada no dará trabajo a más de mil. Las autoridades locales aseguran que la presencia de Shell será un imán para otras compañías.

Los 6.000 millones de dólares invertidos han sido un auténtico maná para esta deprimida región al oeste de Pittsburgh. Por primera vez en décadas, en el 2016 Pensilvania dio la espalda a los demócratas para apoyar a Trump. En este condado, el terremoto fue devastador: 19 puntos a favor del republicano, a pesar de que más de la mitad de los votantes están registrados como demócratas. Aunque hay más carteles de apoyo a Joe Biden que hace cuatro años por Hillary Clinton y en las ciudades compiten bien con los republicanos, los de Trump arrasan, en especial en las carreteras rurales. La demografía local le es propicia: el 92% de sus habitantes son blancos y el 76% de los trabajadores no tiene estudios universitarios.

En amplias regiones de Pensilvania y el Medio Oeste, el presidente sigue siendo el improbable ídolo de la clase obrera. Pero este año, para ganar, no solo necesita mantener esos votos –y los de la América rural, a la que sacó por sorpresa de su letargo– sino conseguir bastantes más. Solo así podrá contrarrestar la potente ola demócrata que recorre las zonas urbanas y amenaza seriamente con convertirle en una rareza, un presidente de un solo mandato.

Trump volverá a contar con el voto de Robert, un obrero jubilado que siempre antes respaldó a los demócratas. “Es lo que votaba todo el mundo en mi familia. Ahora casi todos vamos con Trump. Yo me cambié porque me gustó lo que proponía”, afirma señalando la bandera con el lema Make America Great Again (Hagamos América grande de nuevo) que tiene en el porche de su casa en Ambridge , una ciudad que lleva su origen grabado en el nombre (la acerería American Bridge).

“En mi familia todos votábamos a los demócratas; ahora vamos con Trump”, dice un obrero de Ambridge

“Es un bocazas pero no me importa. Dice lo que piensa y, te guste o no, siempre sabes dónde está. No es una marioneta. Dijo lo que iba a hacer y básicamente lo ha hecho”, sostiene este antiguo montador de bombas y compresores citando lo bien que iba la economía hasta que llegó la pandemia. “Ha apoyado mucho a los trabajadores y a la gente con fondos de jubilación”. Ni se plantea votar a Joe Biden. “No creo que pueda hacer todo lo que está haciendo Trump por los trabajadores. ¿Que es de Pensilvania? Pero si no vivió aquí más que unos meses…”. (Biden vivió allí hasta los 11 años).

“No es un político. Le voté porque era diferente y no era parte del sistema. Los dos partidos son unos mentirosos. Necesitábamos a alguien nuevo. Voté por Barack Obama en el 2008 y en su primer mandato no hizo nada más que darnos un seguro médico universal que yo no quiero. Quien trabaja tiene seguro, así debe ser”, afirma Chuck, un obrero de la construcción jubilado de 61 años en Monroe (Michigan). “Necesitamos un presidente fuerte y no creo que Biden lo sea”.

En noviembre, Cody Campbell, un joven de Battle Creek (Michigan) de 23 años, votará por primera vez y lo hará por Trump. Le gusta que haya sido empresario. “Es un hombre de negocios, un millonario. No sé cómo explicarlo bien, pero creo que está del lado de los trabajadores y me gusta. La mayoría de los presidentes no lo está. Él se preocupa por nosotros”, dice Campbell, propietario de un taller de motos.

Eso que a este votante le cuesta explicar es un movimiento de tierras que politólogos y analistas definen como “el gran realineamiento de los partidos políticos estadounidenses”. “Nos encontramos en un proceso de transformación a diez años vista. La gente que hoy pone carteles de Trump en sus casas solía trabajar en minas o fábricas y nunca antes había votado a un republicano. Y la gente del Duquesne Club, fundado por magnates del acero e industrialistas, ya son en su mayoría demócratas”, afirma el estratega republicano Mike DeVanney en sus oficinas en Pittsburgh.

El fenómeno va más allá de la figura del presidente. “Donald Trump no hay más que uno” pero “no creo que se pueda volver a meter al genio en la lámpara. El Partido Republicano, antes gran defensor del libre comercio, lleva 20 años haciéndose más proteccionista y conservador socialmente, mientras que el demócrata ahora es más atractivo para la gente con más ingresos y educación”, sostiene DeVanney.

Pero mientras Hillary Clinton, que llamó “deplorables” a los votantes de Trump, se confió y solo hizo campaña en las grandes ciudades de Pensilvania, “Biden es consciente de que debe ir a las zonas rurales y tiene un perfil con el que puede ir un poco más allá de su base”. Para eso le eligieron los demócratas. Según las encuestas va 10 puntos por delante de Trump en intención de voto en Pensilvania, pero nadie se fía.

La llegada de Trump ha acelerado el “gran realineamiento” de los partidos políticos en Estados Unidos

Los republicanos saben que tienen el viento en contra, pero su esperanza es que ocurra lo mismo que en el 2016. “Salió gente a votar que no había votado nunca o no lo había hecho en años. Gente que había tirado la toalla con los políticos porque pensaba que nadie se preocupaba por ellos. Trump fue el primero en tocar esa fibra. Los anteriores gobiernos nos habían vendido firmando malos acuerdos comerciales”, afirma Sam DeMarco, presidente del Partido Republicano del condado de Allegheny, donde se encuentra Pittsburgh.

Con 1,2 millones de habitantes, es el segundo mayor condado del estado después de Filadelfia. Tiene 250.000 votantes republicanos registrados, pero en el 2016 cosechó 367.000 votos para Trump. “Mi trabajo es educar a la gente en los logros del presidente antes de la pandemia. Puedo defender al presidente por lo que ha hecho. Hay gente que me dice que le gustan sus tuits o cómo habla. Yo les digo que lo que importan sus políticas”, afirma.

Pero contra Clinton se hacía campaña mejor. “Era una figura muy polarizadora, nada simpática. Biden cae bien y te tomarías una cerveza con él. Pero no es alguien a quien se tome en serio”, opina DeMarco. Movilizar al máximo ciudades y suburbs a la vez que arañan votos a Trump entre los obreros blancos es la única forma que tienen los demócratas de llevarse los 20 votos del colegio electoral de Pensilvania. La fórmula es parecida para reconquistar los estados del Medio Oeste perdidos hace cuatro años.

El ambiente de estas elecciones “no tiene nada que ver con el 2016”, asegura Terri Mitko, presidenta del Partido Demócrata del condado de Beaver. Pero no todos los votantes se convencen por sí mismos y lo que le gustaría es ver a Biden sobre el terreno. “No será porque no lo hayamos pedido”, dice sin ocultar su fastidio, aunque está convencida de que al final los visitará. Trump y su equipo han ido varias veces en pocos meses.

“Biden cae bien y te tomarías una cerveza con él, pero no se le toma en serio”, dice un líder republicano

No todos ven a Biden como el héroe de la clase obrera (los blue collar workers , por el mono azul de faena) que él dice ser. Pero no suscita el mismo rechazo que provocaba Clinton y el hartazgo tras cuatro años de Trump es un aliciente poderoso para votantes desengañados como Valery. “Dijo que iba a resucitar el carbón. Hizo todo tipo de promesas y le creí. Le había ido bien como empresario ¿por que no lo iba a hacer bien como presidente?”, dice antes de echarse una buena carcajada. “Mi empresa cerró en el 2018 después de 35 años. Yo perdí mi trabajo”, explica esta sexagenaria frente a un supermercado Walmart cerca de la planta de Shell. “Trump es una vergüenza para el país. Biden es mayor, pero con la edad viene la experiencia”, reflexiona.

A Jennifer Curtis, en cambio, no la convence. “Iba a votar por Biden, pero vi todos esos anuncios en la tele y me desanimé”, dice citando publicidad negativa pagada por la campaña de Trump. “Biden quiere quitarnos cosas y sale siempre llevando mascarilla”, dice con desconfianza esta votante de 48 años. Trabajaba en una guardería de Beaver pero perdió su empleo por la pandemia. “No es justo, pero tenemos que mantenernos sanos. Trump está intentando encontrar una vacuna. Lo estamos esperando”.

La polarización es extrema, y la mayoría de los votantes tiene las cosas claras. Alguno duda. Mike, un electricista de 38 años que trabaja en la planta de Shell, dice estar dividido entre lo que su sindicato le dice que vote (demócrata) y lo que le pide el cuerpo, porque no tiene nada que objetar a la presidencia de Trump. A él, admite, le ha ido bien desde que está en la Casa Blanca. “He hecho mucho dinero en bolsa estos años”, comenta a salir de la obra. “Pero los dos partidos –dice desmotivado– podían haber elegido candidatos menos viejos y seniles”.

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FUENTE: LA VANGUARDIA