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Mundo: La nueva realidad petrolera

Durante décadas, Estados Unidos delegó en Arabia Saudita la tarea de mantener un precio del barril de petróleo elevado a cambio de protección militar. El derrumbe de las cotizaciones en plena pandemia señala el fin de este acuerdo y amenaza la existencia misma de la OPEP. Queda la incertidumbre sobre el modelo que lo reemplazará.

El 21 de abril de 2020 quedará en la historia como el día en que el “oro negro” costó menos que el agua de lluvia. Al cierre de la Bolsa de materias primas en Nueva York, el barril de West Texas Intermediate (WTI) se intercambió a precio negativo: -37,63 dólares en el mercado a futuro. Ese día la mitad de la humanidad estaba confinada debido a la pandemia de COVID-19. La demanda petrolera era más baja que nunca, los oleoductos y los cargueros volcaban sus excedentes en contenedores de estoqueo que estaban a punto de saturarse. Los actores financieros, que especulan con los valores, tenían crudo bajo el brazo y estaban desesperados por deshacerse de él… incluso pagándoles a los compradores.

Aquel acontecimiento inédito resulta no menos sorprendente que la situación que lo precedió. Todo comenzó con el derrumbe de la demanda petrolera, un shock poco común en un mercado donde las turbulencias suelen venir del lado de la oferta. Como si eso no hubiera sido suficiente, se desató una guerra de precios iniciada por Arabia Saudita en plena pandemia mundial. El 6 de marzo, Riad anunció que disminuiría sus precios y que planificaba un aumento de sus exportaciones para el mes de abril. Washington se sorprendió porque lo interpretó como una agresión contra su industria petrolera, con el agravante de provenir de un aliado estratégico que gozaba de su protección militar (1). La ley antimonopolio estadounidense, en principio, no autoriza al Gobierno Federal a intervenir formalmente en el mercado. Sin embargo, ante la gravedad de la situación y a pocos meses de las elecciones, el presidente estadounidense se implicó personalmente en la resolución de la crisis.
Tras haber agitado amenazas de sanciones contra Riad, Donald Trump inició contactos urgentes con su turbulento socio y con Rusia, un enemigo estratégico. Las discusiones en el seno de ese grupo informal ad hoc, una especie de “triunvirato” petrolero, desembocaron en un acuerdo –también histórico– el 12 de abril de 2020 para reducir en 9,7 millones el bombeo de barriles diarios (Mbd), es decir cerca del 10% de la producción mundial. Definido como un “Big Oil Deal” (Gran Acuerdo Petrolero) por el presidente Donald Trump (tuit del 12 de abril), fue aprobado al día siguiente por el grupo de países ricos del G20, que incluye a potencias importadoras de petróleo, como China, India y miembros de la Unión Europea tradicionalmente interesados por los precios bajos. ¿Quién hubiera podido imaginar, incluso hace pocas semanas, todos estos acontecimientos? ¿Qué tendencias revelan y qué cambios eventuales en la regulación mundial del petróleo podrían estar prefigurando?

Equilibrio inestable permanente

Primera conclusión: esta crisis confirma la disolución del liderazgo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Arabia Saudita no se tomó el trabajo de consultar a los otros trece miembros antes de lanzar su ataque contra los precios y ninguno de ellos reaccionó públicamente ante esa desafortunada iniciativa. Sin embargo, durante mucho tiempo esta institución fue un actor ineludible del mercado petrolero. Creada en 1960, fue uno de los detonantes del primer shock petrolero de 1973. Fue entonces que los precios se dispararon de 3 a 11 dólares por barril. Esta decisión espectacular no hacía más que confirmar un cambio en las relaciones de fuerza en la oferta de crudo. Los países miembros controlaban por entonces el 60% del mercado. Al fijar unilateralmente el precio público de su petróleo –tarifa que se tomaba como base para el cálculo de las regalías y los impuestos, algo que antes manejaban las grandes compañías occidentales– los países de la OPEP conquistaban su soberanía fiscal.

Pero el aspecto más sensible para los países occidentales residía en el uso del petróleo como arma política por parte de los países árabes. Ante la amenaza de un embargo petrolero como posible represalia por su apoyo a Israel en la guerra de octubre de 1973, Estados Unidos, dependiente del crudo importado, se empeñó desde entonces en reducir su dependencia de una región a la que consideraba insuficientemente controlada en los planos geopolítico y militar (2). Después de 1973, la seguridad de los aprovisionamientos petroleros se transformó en una preocupación mayor de los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Por iniciativa de Washington, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) crearon en 1974 la Agencia Internacional de Energía (AIE) para armonizar sus posturas y fomentar la constitución de stocks estratégicos. Con mayor discreción, impulsarían otras orientaciones, de las cuales la más importante apuntaba a estimular la producción fuera de la OPEP para diversificar las fuentes de aprovisionamiento. Los pozos que no eran rentables antes de 1973 (Mar del Norte, Golfo de México, Golfo de Guinea) comenzaron a ser explotados. Siete dólares por barril hubiese sido suficiente para valorizarlos, pero los países occidentales se adecuaron a la política de defensa de precios impulsada por la OPEP. Con una condición: que los países miembros se abstuvieran de aumentar su producción, aprovechándose de los bajos costos de producción.

A pesar de ciertos reproches rituales, los países occidentales fueron relativamente conciliadores con la política de la OPEP, sobre todo en lo relativo a la explotación de petróleos caros, como los del offshore muy profundo a lo largo de Brasil, los petróleos pesados canadienses o los no convencionales estadounidenses. Así, ninguno de los numerosos proyectos de ley anti OPEP examinados por el Congreso de Estados Unidos tuvo efectos concretos. Cuando se creó la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 1995, los países más grandes no insistieron para incluir al petróleo entre sus atribuciones. De hecho, los “windfall profits” (“beneficios caídos del cielo”) de los países exportadores, esas ganancias extraordinarias que resultan del aumento de los precios, eran de todas formas reinyectadas en las economías de la OCDE en forma de importaciones o depósitos. Más aun, Estados Unidos logró convencer a Arabia Saudita y a las otras monarquías del Golfo de ingresar en un sistema de “reciclaje de petrodólares”, lo cual reforzó aun más el rol del dólar en las transacciones petroleras (3).

La OPEP, por su parte, no ignoraba la estrategia de los países de la AIE. Su política de precios elevados le parecía una corrección legítima del precio “vil” impuesto durante mucho tiempo por el “cartel de las siete hermanas”, esas grandes compañías anglosajonas que dominaron la industria petrolera hasta los años 1970 (y de las cuales surgieron BP, Chevron o incluso Exxon Mobil). Durante su primera cumbre de jefes de Estado en Argel, en 1975, la OPEP subrayó que el petróleo debía ser remunerado a su “precio justo” dado que era “un recurso escaso y no renovable”. En esos tiempos, flotaba en el ambiente un cierto consenso en torno a la preservación de esa fuente de recursos para las generaciones futuras. Por lo tanto, la organización optaba conscientemente por la defensa de los precios en desmedro del aumento de su parte de mercado.

Esa lógica prevaleció hasta nuestros días. Resultado: a pesar de que en los últimos 40 años la demanda mundial aumentó en un 40%, la OPEP no aumentó su producción total (entre 30 y 33 Mbd). Arabia Saudita ya producía 10 Mbd en 1979, casi el mismo nivel que hoy en día, a pesar de que posee las reservas menos costosas. Su objetivo oficial, a comienzos de los años 1980, de llevar su capacidad a 20 Mbd, y luego a 15 Mbd, fue abandonado. Las monarquías petroleras del Golfo se enriquecieron y comenzaron a ser muy cortejadas. Por entonces nadie mencionaba un “fin del petróleo” o su posible obsolescencia, todos pensaban que habría mucho tiempo de buenos precios y nadie consideraba útil una disputa por porciones del mercado.

Desde entonces, y esta es la segunda tendencia que se expresa a través de la crisis actual, el mercado petrolero atraviesa un equilibrio inestable permanente, del cual el episodio actual es la expresión más exacerbada. Los grandes productores vuelven a plantearse preguntas estratégicas fundamentales. ¿Hay que defender el mejor precio o aumentar la producción? ¿Resulta conveniente participar de un mínimo de regulación internacional o más bien retomar la competencia? Esos son los dilemas de Arabia Saudita, Estados Unidos y Rusia, los principales protagonistas de la crisis actual?.

Estados Unidos, a la conquista

No se trata de la primera guerra de precios pero, a diferencia de los episodios de 1986 o 2014, el “Blitzkrieg” lanzado por Arabia Saudita en plena pandemia sorprendió a varios observadores. Algunos lo analizaron como una reacción de despecho del impulsivo príncipe heredero Mohammed Ben Salman (MBS) tras el fracaso de su negociación con Moscú para una reducción conjunta de la producción (4). Ahora bien, Riad no podía ignorar el impacto desastroso que tendría su iniciativa en los productores de petróleo estadounidenses. Resulta difícil creer que se trató de impericia. En un primer momento, Arabia Saudita seguramente tenía una intención de más largo alcance: instalar la amenaza de un posible retorno a la competencia con el objetivo de obligar a los estadounidenses a negociar un punto de equilibrio más compatible con los intereses saudíes.

En efecto, en el contexto de los precios defendidos por la OPEP y, a partir de 2016, por la OPEP + (OPEP extendida a diez productores más, entre los cuales se encuentran Rusia y México), la producción total estadounidense pasó en diez años del 8% al 14% del mercado mundial (5). Señalemos de paso que esta conquista del mercado fue acompañada por una coyuntura geopolítica oportuna que impedía o limitaba las exportaciones de grandes países como Irán, Venezuela, Libia, Irak (e incluso Rusia) a raíz de los embargos teledirigidos por los estadounidenses…

En cierto sentido, Riad puede enorgullecerse de algo: haber obligado a las otras potencias productoras, incluido Estados Unidos, a acordar con la OPEP +. Pero ¿valía la pena semejante conflicto para lograrlo? Al actuar solo, el Reino perturbó a sus socios. Esta acción intempestiva podría terminar siendo un problema en el futuro. Arabia Saudita es hoy el líder de facto de la Organización. Su palabra representa a los 33 millones de barriles diarios del conjunto de los países miembros, mientras que su producción no llega a los 10 Mbd. Esta influencia, que le permitió alcanzar el estatuto de potencia, le abrió las puertas del G20. Abandonar la política de defensa de los precios, negociar sin mandato en el seno de un triunvirato informal, terminará dañando la unidad de la OPEP. Las dificultades que atraviesan Irak, Venezuela e Irán no deben hacernos olvidar que también se trata de pesos pesados con capacidad de daño. Además, otros miembros podrían perder el interés de pertenecer a una Organización de la que no obtendrían ningún beneficio.

Por su parte, el gobierno estadounidense, visiblemente sorprendido, dejó clara su determinación de no mantenerse impávido ante el desastre anunciado. Según la consultora Rystad Energy, si el precio se mantuviera en 20 dólares por barril, la producción petrolera estadounidense caería alrededor de 2 Mbd en 2020. Muchas empresas podrían detener sus perforaciones con las inevitables consecuencias asociadas: desempleo y quiebras. Se entiende entonces el enojo de Trump, alguien que valora mucho la independencia y la dominación petrolera estadounidense. Mantenerse como primer productor, transformarse en exportador neto, sostener la exclusividad del dólar en el comercio petrolero y la primacía militar en Medio Oriente son condiciones indispensables de esta dominación petrolera que le garantiza a Washington una ventaja en los planos económico y geoestratégico.

En un primer momento, tras la decisión de los sauditas el 6 de marzo, la administración Trump multiplicó las presiones. Los productores de esquisto lanzaron una campaña de lobby para promover sanciones contra Rusia y Arabia Saudita, para obligar así a esos países a reducir su producción (6). El 16 de marzo, trece senadores republicanos enviaron una carta al príncipe heredero saudita para recordarle “la dependencia estratégica” del Reino frente a Washington (7). Y, aun más importante, el 9 de mayo, el gobierno estadounidense anunció el retiro de Arabia Saudita de las baterías de misiles Patriot. Al comprender que su guerra relámpago se había transformado en un desmembramiento, a partir del 11 de mayo Riad intentó impresionar al mercado al anunciar unilateralmente una reducción de su producción del orden de un millón de barriles, pero no tuvo grandes efectos sobre la cotización.

Más allá de estas presiones bilaterales, las autoridades estadounidenses se vieron obligadas a apagar el incendio implicándose, digámoslo así, a cara descubierta en una negociación internacional que apunta a influir en el precio. Esto constituye un precedente de primera magnitud: el impacto de esta crisis petrolera termina de revelar que Estados Unidos, que hace años se maneja solo, también necesita una regulación petrolera.

¿Mercado libre o regulación?

En lo que respecta a los rusos, además del resentimiento contra Estados Unidos que provocan sus sanciones petroleras y gasíferas –embargo sobre tecnologías de punta vinculadas a los derivados de los no convencionales, sanciones que pesan sobre las empresas que participan de la construcción del gasoducto North Stream 2, sanciones financieras contra los bancos que financian la explotación del yacimiento de la península de Yamal–, temen un desembarco del petróleo no convencional estadounidense en el mercado europeo, que para los rusos es estratégico. Por eso Washington sospecha que los rusos buscaron quebrar sus productores al sabotear la iniciativa saudita que apuntaba a la reducción de la producción de la OPEP +. Pero es darle demasiada importancia a Rusia. Ese rechazo ruso podría simplemente expresar la voluntad de ya no sentirse sistemáticamente ligada a la alianza de la OPEP+. Sin ser indiferente a los precios (que le garantizan ingresos fiscales y divisas), el gobierno ruso siempre exhibió su preferencia por los volúmenes. Además de sufrir las presiones en ese sentido de sus compañías petroleras, como la poderosa Rosneft, que siempre se opuso a las cuotas del sistema OPEP+.

El pasado mes de marzo, el presidente ruso Vladimir Putin probablemente siguió esos consejos, antes de cambiar de opinión. Puesto que, incluso si los dirigentes rusos apuntaban a acomodarse a un barril a 42 dólares, el Kremlin no puede resistir una guerra de precios por mucho tiempo. De allí el cambio rotundo de Moscú, que finalmente aceptó recortar 2,5 Mbd a su producción, una amputación aun más importante que la propuesta por Arabia Saudita el 4 de marzo. Así, Rusia pagó caro el “Big Deal Oil”. Por primera vez en la historia de la OPEP+, sus esfuerzos equivalen a los concedidos por Arabia Saudita. ¿Es ese el precio capaz de congelar su parte de mercado en el futuro? ¿Puede obligar a los estadounidenses a compartir el peso de la defensa de los precios? ¿Basta para que se levanten las sanciones estadounidenses?

El súbito cambio de rumbo de Moscú es otro ejemplo de las dudas de los grandes productores ante la alternativa estratégica entre mercado libre o regulación. Sauditas y rusos se dejaron tentar por la competencia sin límites, para luego recular ante el desastre que se anunciaba. Pero el episodio de los precios negativos fue un adelanto de lo que podría ser el mundo sin la red de seguridad de la OPEP. Iniciado por Washington, el “Big Deal Oil” constituye un tímido paso hacia otro tipo de regulación. Si el acuerdo consigue restaurar un equilibrio satisfactorio de alrededor de 50 dólares el barril de aquí a comienzos de 2021, este procedimiento podría constituir un piso para un mecanismo más completo. Pero esto supone que, teniendo en cuenta las exigencias de Arabia Saudita y Rusia, Estados Unidos deje de acaparar solo la casi totalidad del aumento de la demanda petrolera y se comprometa a contribuir más activamente a la moderación de la oferta. Al contrario, si el acuerdo fracasa y no logra enderezar suficientemente los precios, los intereses divergentes de los actores volverían a expresarse, lo cual abriría la puerta a una guerra larvada de precios.

Debilidades y fortalezas de China

Al lado de estos grandes productores, China constituye la última variable de la ecuación petrolera. Las consecuencias de la epidemia le dan la oportunidad de consolidar un estatuto que le costó tiempo conseguir. Desde hace unos años, Pekín juega un rol muy activo en el plano petrolero y gasífero. Al igual que el terreno militar y el dólar, el petróleo es uno de los puntos débiles de su rivalidad con Estados Unidos y constituye una de sus prioridades a escala internacional. Sus compañías petroleras nacionales están entre las más grandes y más activas más allá de sus fronteras. China National Petroleum Corporation, por ejemplo, posee el 20% de Yamal LNG que explota un inmenso yacimiento ubicado en el Golfo de Obi, en Rusia. Su colega China National Offshore Oil Corporation (CNOOC) se ocupa, junto con Total, del desarrollo de los yacimientos nigerianos. A la inversa de la Unión Europea (UE), donde la demanda baja, en China aumenta a un ritmo inigualable de 7 a 10% anual. Así se transformó en el primer consumidor mundial, al concentrar el 13,5% de la demanda. Para hacerse una idea de su creciente influencia en el mercado, basta con señalar la importancia que tomó el indicador de la evolución de esas importaciones semanales en tanto referencia para los operadores y analistas de los mercados internacionales, y no solamente de Asia. De hecho, su dependencia petrolera, que hasta ahora era vista como una “debilidad”, podría transformarse en una ventaja al acceder al estatuto de actor decisivo de los equilibrios petroleros en tanto que representante de los consumidores.

Desde hace años, China trata de garantizarse el aprovisionamiento. A través de su proyecto de “Ruta de la seda” reforzó los lazos con los grandes productores de petróleo y gas como Rusia y los países de Asia Central. Principal mercado de los grandes productores del Golfo arabo-pérsico, multiplica importantes acuerdos bilaterales que disgustan a Estados Unidos, que considera a esta región como su coto de caza. La diversificación de fuentes de aprovisionamiento se extiende también a África y América Latina; incluso en los casos en que Pekín constata los límites de su accionar como en Libia, Sudán y, sobre todo, en Venezuela, el país con las reservas más importantes del mundo. En plena crisis de coronavirus cuando los estadounidenses, incluido su presidente, amenazaban con fijar impuestos al crudo saudita importado, China multiplicaba los seguros para consolidar sus contratos y aprovechar los precios bajos. Al mismo tiempo, exhibía su mercado como salida para los países exportadores como los del Golfo –con los que desarrolla cooperación bilateral– o aquellos, como Rusia, Venezuela o Irán, que enfrentan un embargo unilateral de Estados Unidos.

Hoy, todos los grandes productores de petróleo y gas, incluido Estados Unidos, se disputan el mercado interno chino. Pekín ya comenzó a utilizar esta posición para reforzar su capacidad de negociación de precios de compra, como ya lo hacía con el GNL y sobre todo con el carbón, para los cuales los precios de importación chinos funcionan como principal referencia del mercado mundial (8).

Muy dependiente del petróleo importado y a diferencia de los miembros del triunvirato de la oferta, China se proyecta claramente hacia la transición ecológica. Primer inversor en energías renovables, el país posee más del 50% de los paneles solares y eólicos del mundo, y fabrica el 90% de los micros eléctricos en servicio. Su parque automotor representa la mitad de los vehículos eléctricos que circulan en el mundo (un rubro privilegiado).

Los países ricos de la OCDE, por su parte, ya han disminuido su nivel de consumo de petróleo. A raíz de la urgencia climática, el movimiento se acelerará aun más. La Unión Europea se fijó un objetivo de neutralidad de carbono para 2050 con las energías renovables pasando al primer lugar, más del 50% del mix energético (que representa el reparto de diferentes fuentes de energías primarias que demandan sus necesidades). En todos lados, en grados diferentes, los programas de reemplazo de combustibles por electricidad preparan la transición ecológica.

Presiones contradictorias

Todas estas transformaciones probablemente impactarán en la variable más visible del mercado petrolero, es decir en la cotización del barril. Ese precio, como el de otras mercancías, contiene una renta. La suya, especialmente importante, está compuesta de tres capas. La primera, la más normal, se justifica por los diferentes costos por razones geológicas. Esta parte perdurará más allá del régimen petrolero que se adopte. La segunda se vincula al hecho de que se trata de un producto “estratégico”, difícilmente sustituible en tanto combustible para el transporte. Esta parte tenderá a achicarse con el crecimiento del rol de otras energías. Por último, la tercera capa, de lejos la más importante, es la que se sedimentó después de 1973 cuando la OPEP comenzó a fijar precios muy alejados de los costos de producción.
Este tercer nivel será progresivamente recortado con el desmoronamiento de la OPEP y la exacerbación de la competencia entre productores, fundamentalmente en la demanda futura. Para conquistarla, los productores deben invertir en exploración y producción. Se planteará entonces una mayor dificultad para los productores de petróleos caros: deberán aumentar sus capacidades de producción frente a los productores de la OPEP que habrían decidido no defender más los precios. Si ellos también siguieran a los rusos y a los estadounidenses en la competencia por los volúmenes futuros, se abriría una era en la que los precios del petróleo tenderían a alinearse con los costos más baratos, empujando los precios a un nivel “normal”, del orden de los 20 a 25 dólares en lugar de ubicarse –como ocurre hoy en día– al nivel de los más caros como el petróleo no convencional estadounidense o el de las arenas bituminosas de Alberta, que exigen pisos de 40 a 50 dólares para ser rentables.

Esta tendencia a la baja no les agrada a los defensores del clima. El petróleo a buen precio representa para ellos un peligro para los programas de sustitución energética. A futuro, podría acentuarse la presión sobre los gobiernos para que amorticen la caída de los precios bajando impuestos o el precio del carbono, lo cual dificultaría la defensa de la rentabilidad de los programas de sustitución energética.

El futuro dependerá de la salida que se encuentre a estas presiones contradictorias sobre los precios. Ahora bien, la crisis actual ha demostrado que la competencia puede adoptar ropajes muy diferentes. Sin dudas, los principales protagonistas comprendieron que es preferible encuadrarla con un mínimo de regulación que dejarla librada a una disputa sin reglas.

FUENTE

FUENTE: LE MONDE DIPLOMATIQUE