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Nueva York, para los neoyorquinos

Desde que se detectaron las primeras señales que alertaron de la llegada del coronavirus a Nueva York nada ha vuelto a ser como antes. En su accidentada historia, ninguna catástrofe había transformado el carácter de la ciudad como lo ha hecho la pandemia. En las carreteras de acceso a los cinco condados, las señales electrónicas emiten un mensaje único: “We’re New York Tough”. Nueva York proclama así su voluntad de resistir, pero no es posible ocultar que hay miedo, que la herida es muy profunda y no es posible saber cuándo cicatrizará, si es que llega a hacerlo. Tal vez la hora de su muerte, tantas veces anunciada, haya llegado ya. Acostumbrada, sí, a todo tipo de desastres, el más traumático, los atentados del 11 de septiembre de 2001, la ciudad jamás había cambiado como lo ha hecho ahora. De un barrio a otro la situación varía, en función de factores como el nivel adquisitivo o la etnicidad. El virus se ha ensañado con inusitada violencia con los pobres, los negros y los latinos. A las primeras señales de peligro, casi medio millón de neoyorquinos pudientes se apresuró a quitarse de en medio, buscando refugio en sus mansiones de Long Island. Como resultado de ello ciertas áreas de la ciudad, como Tribeca, Battery Park o Wall Street se convirtieron literalmente en zonas fantasma.
Si se piensa en Nueva York como la suma de lugares emblemáticos con que el imaginario colectivo universal ha asociado desde siempre a la ciudad, la invitación a recorrerla estos días exigiría consultar una guía presidida por el signo del Apocalipsis. El metro, probablemente el más decrépito del mundo, ocuparía en ella un lugar preeminente. Con apenas un 20 % de sus usuarios habituales, el hades del transporte neoyorquino está plagado de ratas gigantes que campan despreocupadamente por sus andenes y pasadizos. La llegada de la covid -19 añadió un detalle siniestro: azuzadas por el hambre al haber desaparecido las sobras de las que se alimentaban, las alimañas se habían vuelto peligrosamente agresivas. En la superficie, el panorama es desgarrador de otra manera: las colas de indigentes alineados frente a las cocinas de beneficencia aumentaron dramáticamente en los barrios más deprimidos. Es parte de un panorama presidido por el paro, los despedidos y las amenazas de desahucio. El estímulo de 600 dólares semanales proporcionado por el gobierno federal, que apenas alcanzaba a cubrir gastos básicos, dejó de percibirse a finales de junio, sin que haya perspectivas de una nueva ayuda. La incertidumbre de buena parte de la población no puede ser mayor.
No hay turistas. Lugares visitados por ingentes multitudes a diario están cerrados, desde los teatros de Broadway a museos como el MoMA, el Whitney, o el Metropolitan, así como salas de conciertos como el Apollo en Harlem, el Carnegie Hall, o el Lincoln Center. Caracterizar a Times Square como un desierto es un oxímoron, pero la expresión no puede ser más exacta: el piélago de luces y pantallas ubicado en la calle 42 sigue emitiendo señales, solo que no hay nadie que les preste atención. No menos insólita resulta la imagen de Grand Central. Sus 107 andenes apenas reciben viajeros. El majestuoso vestíbulo de la estación es otro desierto. De la infinidad de iconos que constituyen las señas de identidad de Nueva York, sin duda el más representativo es la Estatua de la Libertad. Cuando por fin se abrió a los visitantes hace dos semanas, los ferrys que zarparon hacia a la isla en la que se alza la estatua iban vacíos. También se puede subir al observatorio del piso 102 del Empire State, pero como ocurre con Lady Liberty, apenas hay quien tenga interés por acercarse.

El golpe asestado a la economía por la ausencia de turistas es devastador, aunque tiene efectos secundarios que los neoyorquinos viven con una mezcla de extrañeza y alivio. De repente, los habitantes de Manhattan han comprendido hasta qué punto la ciudad que creían suya no lo era. Resulta aleccionador contemplar la aberración urbanística de los Hudson Yards, o dar un paseo por la vía ajardinada del High Line, u observar, en la orilla del río, Diller Island, aún a medio erigir. Sus pétalos de cemento destinados a apuntalar un parque visionario, parecen un escenario de pesadilla. La sensación adquiere un matiz sobrecogedor si el lugar que se decide visitar estos días es la Zona Cero.

Al haber desaparecido las sobras de las que se alimentaban, las ratas del metro se han vuelto peligrosamente agresivas
Los días de la plaga se han regido por su propio calendario, marcado por su coincidencia con otros acontecimientos de envergadura. Sin duda, el de mayor relieve fue el estallido de furor colectivo que siguió a la muerte de George Floyd a manos de la policía, un déjà vu que puso en evidencia una vez más lo profundamente enraizado que sigue estando el racismo en la sociedad estadounidense. La muerte de Floyd desencadenó una oleada de protestas con distintos grados de violencia en todo el país, con Nueva York como uno de sus epicentros. A lo largo de varias semanas, uno de los ejes mayores de la protesta discurría diariamente a lo largo de Broadway, procedente de los puentes de Manhattan Sur hasta llegar a Union Square, punto de encuentro histórico de toda suerte de causas políticas. Las protestas pacíficas se vieron empañadas por escenas de saqueo extremadamente violentas, cuyo objetivo prioritario fueron las tiendas de marca de lujo del SoHo, Madison Avenue, o la Quinta Avenida. Tras el saqueo, a primera hora de la mañana del día siguiente, aparecían equipos de trabajadores que sellaban las fachadas y escaparates de los establecimientos con tablones de madera. En días sucesivos, las tablas fueron recubiertas por graffitis de signo político, algunos de considerable valor artístico.

Cuando, cediendo a las presiones de los manifestantes, se tomaron medidas destinadas a recortar los fondos destinados a sufragar la policía, surgió entre ciertos sectores de la población una sensación de inseguridad que llevó a muchos a adquirir armas. Los asesinatos y los robos aumentaron, aunque no en las proporciones de las que hablaba la prensa sensacionalista local, que cifraba el incremento de la criminalidad en torno al 280 %.

Recuperar el pulso

Nueva York ha superado el momento que la estigmatizó como el epicentro de la pandemia a escala global. Atrás quedan escenas como la excavación de fosas comunes en Hart Island, o el levantamiento de hospitales de campaña en Central Park. En líneas generales se puede decir que la ciudad va recuperando lentamente el pulso, aunque muy lentamente. Algunas avenidas en Brooklyn o en Harlem, están atestadas de gente. Por el Puente de Brooklyn pasan las bicicletas como exhalaciones, pendientes de encargos urgentes, pero no hay paseantes ociosos. En las zonas industriales de Long Island City o Queens, la actividad laboral se acerca a la normalidad. En Washington Square se han vuelto a congregar bandas espontáneas de jazz, como vienen haciéndolo desde hace décadas. Hay señales de vida en Central Park, pese a la suspensión de actividades que imprimen carácter a la temporada de verano, como las representaciones gratis de Shakespeare o de la Ópera Metropolitana. Hay bullicio en las calles de Harlem, donde ha aparecido una pintada gigantesca que recorre el asfalto que cubre todo un tramo de la Avenida Malcolm X, con el lema de Black Lives Matter, pintado en enormes letras de color verde, uno de varios que han aparecido en la ciudad.

De repente, los habitantes de Manhattan han comprendido hasta qué punto la ciudad que creían suya no lo era
Pero la duda de si Nueva York podrá esta vez recuperarse, como lo ha hecho siempre hasta ahora, persiste. Firmas comerciales de relieve internacional han abandonado el barco definitivamente, entre ellas, por señalar un ejemplo, Victoria Secret, que según informó The New York Times dejó de pagar el alquiler del local de Harald Square, que ascendía a casi un millón de dólares mensuales. Es un síntoma de que la imposibilidad de volver a donde se estaba antes puede ser algo más que una mera hipótesis.

FUENTE

FUENTE: EL PAÍS