Así de legítima y democrática fue la reelección de Nicolás Maduro
La profundización de la crisis política venezolana generó en los últimos días una nueva situación rocambolesca que, ante los ojos de quienes no siguen con atención el derrotero hacia el abismo de la nación caribeña, puede resultar algo confusa. El 10 de enero, Nicolás Maduro reasumió como Presidente de la República Bolivariana por un nuevo período de seis años. La cuestionada legitimidad de su permanencia en el Palacio de Miraflores emanaba de los comicios del 20 de mayo de 2018, que la oposición, observadores internacionales y la mayoría de las democracias occidentales habían declarado inválidos. En ese contexto, el miércoles 23 de enero, ante una multitud que salió a las calles de Caracas para protestar contra el régimen chavista, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, alegó que el nuevo mandato de Maduro estaba viciado de origen y la Presidencia se encontraba vacante. Por lo tanto, siguiendo los procedimientos establecidos por la Constitución venezolana, le correspondía asumir las responsabilidades del Poder Ejecutivo de manera interina para convocar a elecciones libres y restaurar el sistema democrático.
La mayoría de los países de América y la Unión Europea reconocieron en los días siguientes a Guaidó como única autoridad legal de Venezuela. En respaldo de Maduro sólo se expresaron autócratas como Vladimir Putin y Recep Erdogan, los pocos gobiernos amigos que le quedan en la región (Bolivia, Cuba y Nicaragua) y fuerzas políticas aliadas como el PT de Brasil y el kirchnerismo en Argentina, cuyos voceros salieron a revindicar al sucesor de Hugo Chávez como único presidente «democrático» y «legítimo» y calificar la proclamación de Guaidó como un «golpe de Estado».
Si el debate sobre cuál es la salida más satisfactoria para el descalabro venezolano está abierto, calificar las elecciones de 2018 como transparentes, democráticas y legítimas parece un exceso inadmisible para cualquiera que respete el estado de derecho. En algunos casos, ocurre por cinismo o pura especulación política. En otros, por simple ignorancia.
Para quienes puedan haber estado distraídos y -más allá de la catástrofe económica y el exilio de millones de venezolanos en los últimos años- tengan dudas sobre las características del régimen bolivariano y la legitimidad de su líder para ejercer el gobierno, aquí un breve resumen del proceso que llevó a la reelección de Maduro.
Persecución y deslegitimación de los poderes del Estado
Desde que la oposición ganó las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015, el régimen chavista, ya en plena crisis, percibió que la única manera de que el poder no se le escurriera sería redoblando la represión y consolidando en su puño todos los resortes del Estado. En la noche del 23 de diciembre, antes de entregar el control de la Legislatura y mediante un procedimiento exprés que violó todos los plazos administrativos, la entonces mayoría chavista de la Asamblea modificó por completo la composición del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) con la designación de 13 jueces titulares y 21 suplentes leales a Maduro. Comenzó entonces una pulseada de poderes. Apenas asumieron los nuevos legisladores, la mayoría opositora anuló las designaciones de jueces realizadas por sus antecesores. Enseguida, los flamantes magistrados supremos replicaron con un fallo de invalidez de los resultados electorales en el Amazonas y ordenaron no juramentar a los legisladores de ese distrito. La Asamblea desoyó la orden y el TSJ la declaró en desacato.
El conflicto escaló en una crisis institucional. Cualquier ley aprobada por la Asamblea era impugnada por el Poder Ejecutivo con el respaldo del TSJ, que de inmediato suspendía su aplicación.
Mientras tanto, los jueces supremos desplazados y amenazados tuvieron que huir del país y comenzaron a funcionar como un «TSJ en el exilio».
En marzo de 2017, el TSJ chavista emitió una sentencia mediante la que se hacía cargo de las atribuciones legislativas ante la persistencia de la Asamblea en el «desacato». La reacción internacional condenando el «autogolpe» y las manifestaciones masivas en las calles de todo el país (que dejaron más de un centenar de muertos por la represión policial), forzaron al régimen a dar marcha atrás. Pero Maduro enseguida sacó otra estrategia de la galera: la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente. De nuevo, sin ajustarse a ninguno de los procedimientos legales para la reforma de la Constitución, el Presidente puso en marcha un proceso electoral impugnado por la fiscal general Luisa Ortega Díaz, que, tras recibir amenazas de muerte, se vio forzada a renunciar y exiliarse. El régimen ideó un curioso sistema de votación en el que algunos constituyentes serían electos por territorio y otros como «representantes de estamentos» de trabajadores, campesinos, estudiantes, personas con discapacidad, pueblos indígenas y pensionados. Todo sea para garantizarse un triunfo, aunque ya todas las encuestas mostraban que su apoyo en la sociedad no llegaba al 25%.
La oposición decidió no participar de esa farsa. Según los datos oficiales, fue a votar apenas el 41% del padrón. En realidad, habían sido menos: unos meses más tarde, el titular de la firma Smarmatic, proveedora de las máquinas de votación en Venezuela, denunció en Londres que la cifra de votantes se había inflado en al menos un millón de personas.
Más que reformar la Constitución que ya había sido reformada por Hugo Chávez en 1999, la Constituyente pasó a funcionar desde entonces y hasta hoy como una Asamblea Legislativa paralela.
Sí, en los últimos años, Venezuela ha tenido dos Cortes Supremas y dos Parlamentos. Sólo le faltaba tener dos Presidentes. Era cuestión de tiempo.
Opositores presos o prohibidos
«Si no le gusta, preséntese a las elecciones y gane», el mantra con el que suelen desafiar a sus opositores los líderes populistas como Maduro, viene con trampa en Venezuela: los principales dirigentes de la oposición están impedidos de postularse, algunos presos, otros inhibidos legalmente y el resto, en el exilio. Esa manía de proscribir a opositores con posibilidades de triunfo electoral arrancó en los tiempos de Chávez y se profundizó durante el gobierno de su heredero político menos dotado.
El caso más célebre es el de Leopoldo López, ex alcalde de Chacao y líder de Voluntad Popular (el partido al que pertenece Juan Guaidó), que estuvo preso tres años y medio en la prisión militar de Ramo Verde y que desde 2017 continúa en prisión domiciliaria, impedido de participar de cualquier actividad política.
Al diputado Freddy Guevara, que había tomado las riendas de Voluntad Popular desde que López cayera en prisión y ganado relevancia en la Asamblea, el TSJ le quitó la inmunidad parlamentaria el 3 noviembre de 2017. Al día siguiente, se asiló en la embajada de Chile en Caracas, donde permanece desde entonces.
Por la misma época también quedó inhibido de postularse por 15 años a cargos públicos Henrique Capriles (Primero Justicia), el hombre que estuvo más cerca de desalojar al chavismo del Palacio de Miraflores, cuando en las elecciones presidenciales de 2013 y tras un controvertido escrutinio, los resultados oficiales le otorgaron el 49,12% de los votos, a una distancia de apenas 1,49% de Maduro.
El ex alcalde de Caracas Antonio Ledezma (Alianza Bravo Pueblo) fue arrestado en su oficina en febrero de 2015 por el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) y también alojado en la prisión de Ramo Verde. Aquejado por problemas de salud, logró que se le otorgara la prisión domiciliaria y de allí logró escaparse hacia Colombia para exiliarse luego en España.
Todos ellos, al igual que decenas de otros dirigentes políticos que se encuentran presos en las cárceles venezolanas donde sufren torturas y vejaciones de todo tipo, cargan con acusaciones sin sustento por instigación a la violencia o delitos administrativos menores. Organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional, insospechadas de ser funcionales al «imperialismo», han denunciado sus casos como persecuciones políticas. Pero su situación no ha variado.
Calendario a medida, partidos proscriptos y sin nuevos votantes
Cuando arrancó el año 2018, había previstas ocho elecciones en el calendario latinoamericano: cinco presidenciales y tres legislativas. De la única que no se sabía la fecha era la presidencial venezolana. Maduro especuló hasta el final. La lógica indicaba que debían realizarse en el último trimestre del año, ya que el final de su mandato ocurriría este 10 de enero. Pero tras su experiencia «exitosa» con las municipales de fin de 2017 (en las que otra vez había logrado manipular los controles, vetar candidaturas y lograr que no participara la mayoría de los opositores de cada ciudad), decidió apurar los tiempos. El Consejo Nacional Electoral (CNE), totalmente cooptado por el chavismo, anunció el 7 de febrero que las elecciones presidenciales se harían apenas 74 días después, el 22 de abril. Luego de las protestas, aceptó correr la fecha hasta el 20 de mayo. Aun así, el tiempo era escasisímo. Más cuando se pusieron en el camino mil y un trabas burocráticas para validar las listas y las candidaturas.
Ya no bastó con tener proscriptos a los dirigentes opositores con mayor potencia electoral. La Asamblea Constituyente decidió quitarles la personería a todos los partidos que no hubiesen participado de las elecciones municipales. Y estableció que para revalidar su legalidad debían presentar en pocas semanas planillas con las firmas certificadas de al menos el 5% del padrón electoral, una ingeniería imposible de afrontar en una Venezuela colapsada, donde los colectivos parapoliciales chavistas imponen el miedo en los barrios. Así, quedaron fuera de carrera las boletas de Voluntad Popular, Primero Justicia y la Mesa de Unidad Democrática, la alianza vencedora en las legislativas de 2015.
Como si fuera poco, el CNE dio apenas 20 días para que se registraran los nuevos electores que no estuvieran inscriptos en el padrón, lo que incluía a casi dos millones de jóvenes en edad de votar por primera vez y una cifra similar de exiliados que debían validar sus nuevos domicilios ante las embajadas. Ambos eran núcleos fuertes antichavistas y la mayoría de ellos no llegó a registrarse.
Control, descontrol y extorsión
El día de la elección, las únicas dos boletas rivales del oficialismo fueron las del ex militar chavista Henri Falcón y la del pastor evangélico Javier Bertucci, dos candidatos menores, a la medida de Maduro, que según el CNE habían logrado presentar los millones de avales necesarios para participar de la contienda.
Las mesas de votación fueron mudadas de lugar a último momento. Miles de venezolanos se encontraron con que no podían votar donde lo hacían siempre, sino que debían hacerlo en lugares distantes a varios kilómetros de su domicilio.
Ni la OEA, ni el Centro Carter, que suelen ser veedores de los procesos electorales en todo el continente, y lo habían sido en anteriores comicios en Venezuela, tuvieron esta vez acreditación para hacerlo. Tampoco el Observatorio Electoral Venezolano. No hubo ninguna organización nacional o internacional de renombre que validara los comicios. Los únicos controles se llevaban a cabo en los llamados «puntos rojos», carpas que monta el gobierno cerca de los centros de votación para hacer propaganda y llevar un registro propio de asistencia de los ciudadanos que van a sufragar con su «Carnet de la Patria», el nuevo documento de identidad que reparte el chavismo a quienes reciben algún tipo de ayuda del Estado. La extorsión ni siquiera se oculta: «El que haya votado con su carnet de la patria tendrá un premio de la República», suele avisar el Presidente días antes de los comicios.
Así y todo, los centros de votación se mantuvieron casi desiertos durante aquel domingo. Las cifras oficiales hablaron de un 46% de participación, aunque para los observadores independientes difícilmente se haya superado la mitad de ese número.
En esas condiciones, proscriptos los candidatos rivales más importantes, proscriptos los partidos políticos opositores de mayor peso, con control y amedrentamiento a los votantes y sin veedores del proceso electoral se votó el 20 de mayo de 2018. Al caer la noche, la TV oficial informó que Maduro había sido reelecto con 6,2 millones de votos… entre los 20,5 millones de venezolanos que estaban habilitados para sufragar.
Así de democráticas fueron las elecciones en las que se consagró.
Así de legítima es su Presidencia.
(Fuente: Infobae)