Cómo se convirtió en el actor más querido
Alguna vez le preguntaron a Jack Nicholson por qué creía que Tom Hanks estaba considerado el ‘tipo más bueno de Hollywood’. Con toda la altura del mundo, el gran Jack respondió: “Que nunca te hayan atrapado haciendo algo malo, no significa (necesariamente) que no lo hayas hecho”. No podemos negar que tiene toda la razón, pero en el caso de Hanks nos quedan dos elecciones: o nos apegamos a la reputación que se ganó a lo largo de casi cuatro décadas de carrera, o estamos ante el impostor más grande que la industria (y el mundo) haya conocido. El instinto nos empuja a quedarnos con la primera opción. No tenemos pruebas (o sí), pero tampoco dudas de que estamos ante uno de los actores más queridos.
Thomas Jeffrey Hanks -descendiente directo de Nancy Hanks Lincoln, madre del asesinado presidente de los Estados Unidos- nació el 9 de julio de 1956 en Concord, uno de esos tantos aburridos pueblitos de California. Papá y mamá se divorciaron cuando apenas tenía cuatro años, así que el pequeño Tom se fue a vivir con su padre y sus dos hermanos mayores, comenzando una niñez plagada de mudanzas y cambios de escuela. Un estilo de vida que, para los niños, resultó bastante complicado, aunque ‘normal’, propiciando los primeros encuentros de Hanks con el arte dramático.
Para el joven y tímido Tom, las clases de actuación escolares se convirtieron en una válvula de escape y exploración. Según el famoso discurso que dio al ganar su primera estatuilla dorada en 1994 por “Filadelfia” (Philadelphia, 1993), fue Rawley Farnsworth -profesor de drama de la Skyline High School de Oakland- quien más lo inspiró y lo guió en estos primeros pasos interpretativos, y según sus propias palabras: “Me dio una alegría instintiva de actuar”. Farnsworth lo ayudó a desarrollarse como actor y a volverse más versátil, descubriendo su talento natural para la comedia, pero alentándolo constantemente para asumir roles más serios. Sin dudas, estas enseñanzas se le grabaron a fuego, ya que supo alternar con elegancia ambas facetas.
La carrera profesional de Tom Hanks -más allá de su paso por el Great Lakes Theater Festival de Cleveland, Ohio- comenzó, como la de muchos jóvenes intérpretes, de la mano del terror, con un pequeñísimo papel en “Él Sabe Que Estás Sola” (He Knows You’re Alone, 1980), una de esas tantas películas que trataron de subirse a la ola de los slashers tras el éxito de “Noche de Brujas” (Halloween, 1978). Pronto, su currículum se plagó de apariciones en series como “Taxi” (1978-1983) y “El Crucero del Amor” (The Love Boat, 1977-1987), hasta que pegó protagónico en “Amigos del Alma” (Bosom Buddies, 1980-1982), junto a su compinche Peter Scolari. La sitcom no llegó ni hay dos temporadas, pero su intervención en “Los Días Felices” (Happy Days, 1974-1984) cambiaría para siempre su panorama en la pantalla grande.
Farnsworth lo ayudó a desarrollarse como actor y a volverse más versátil, descubriendo su talento natural para la comedia, pero alentándolo constantemente para asumir roles más serios. Sin dudas, estas enseñanzas se le grabaron a fuego, ya que supo alternar con elegancia ambas facetas.
Ron Howard venía de abandonar el show de Garry Marshall y andaba dando sus primeros pasos como director. Por su parte, Disney estrenaba sello cinematográfico de la mano de Touchstone Pictures con ganas de embolsarse un éxito de la mano de “Splash” (1984). Los riesgos eran enormes, sobre todo porque Warren Beatty tenía una película similar en el tintero llamada “Mermaid” -una historia que, al final, nunca se concretó-, y porque a la inexperiencia del colorado tras las cámaras, también se sumaban la de Daryl Hannah (como la sirena Madison) y la de Hanks que, acá, tenía el papel de tipo-común-héroe-romántico que no debía exagerar con la comicidad, una combinación que se convertiría en un sello personal.
La comedia romántica fue todo un suceso y, como se dice, el resto es historia para Tomás. Bueh, en realidad no es tan así, ya que, aunque siguió sumando protagónicos a su prontuario, su carrera daría el giro definitivo gracias a unos de los tropos más explotados de la década del ochenta. “Quisiera Ser Grande” (Big, 1988) fue todo un hit en las boleterías de los Estados Unidos, la única película exitosa sobre ‘cambio de cuerpos’ de las cuatro que se estrenaron durante ese año. La historia de Penny Marshall tenía varios elementos a su favor: el corazón y la garra de la directora, el guión de Gary Ross y Anne Spielberg (sí, la hermana de Steven) y, por supuesto, la interpretación de Tom Hanks como el crecidito Josh Baskin, el nene de 13 años que pide el deseo de ser un poquito mayor sin medir las consecuencias.
Acá podemos decir que la carrera de Hanks explotó o, por lo menos, que el actor empezó a pensar un poco más sus elecciones laborales. Esa primera nominación al Oscar por “Big” (y unos cuantos premios acumulados) ayudaron bastante, pero fueron las resonantes palabras de Farnsworth las que lo empujaron a tomar ciertos riesgos. Por aquel entonces fue cuando Tom -gracias a la historia de tapa de la revista Newsweek- se ganó el mote del “tipo más bueno de Hollywood” (the nicest guy in Hollywood), título que propició autoparodias en “Saturday Night Live” y un montón de oportunidades a futuro.
Muchos de sus allegados pensaron que “Filadelfia” era un suicidio profesional, pero si hablamos de ponerle cara al flagelo más grande de mediados de los ochenta y principios de los noventa, qué mejor que la de Tom para que Hollywood se ‘redima’ ante la pandemia del HIV Sida. Los riesgos para la “imagen” del actor eran enormes, pero los necesarios para demostrar que su rango interpretativo y su responsabilidad, iban mucho más allá.
1993 nos mostró esas dos facetas que tanto aplaudimos de la estrella: la dramática y comprometida, y la bonachona y querendona con “Sintonía de Amor” (Sleepless in Seattle, 1993), su primera colaboración con Nora Ephron. Una vez más, “el tipo común en circunstancias especiales” volvía a conquistar a crítica y público por igual, dejando una huella que se extendería más allá de la década del noventa, donde Hanks compartía popularidad con nombres como Tom Cruise y Arnold Schwarzenegger.
Este pichón de James Stewart -ese intérprete que refleja las mejores cualidades del espíritu norteamericano-, supo aventajar a contemporáneos como Emilio Estevez, John Cusack, Rob Lowe y Steve Guttenberg (esos sex symbols de los ochenta que venían a llevarse al mundo por delante), a fuerza de buenas intenciones y una autenticidad que traspasa la pantalla. Ojo, puede ser que sea como dice Jack Nicholson pero, hasta ahora, Hanks nunca demostró lo contario.
Los éxitos se siguieron acumulando, así también como los halagos y los premios. Hoy por hoy, es el único actor vivo con dos Oscar ganados consecutivamente gracias a “Forrest Gump” (1994), la película más taquillera de aquel año en USA, una por la que decidió no cobrar salario alguno y, en cambio, aceptar un porcentaje de la taquilla (algo así como 60 millones de dólares). Una sabia resolución que aplicaría a muchos de sus trabajos futuros, sobre todo aquellos que implicaban grandes riesgos financieros para los estudios.
Su nombre se volvió una marca de calidad y un resguardo económico para las productoras que no dejaban de ver como crecían sus arcas. Claro que este período de esplendor para las estrellas hollywoodense llegó a su fin con el nuevo milenio, donde los “personajes” -y no los intérpretes- se convirtieron en las gallinas de los huevos de oro.
En medio de este panorama, Hanks ya era un actor maduro, consagrado y mega taquillero (sus películas llevan recaudado en los Estados Unidos unos cinco mil millones de dólares) que podía hacer lo que quisiera. Repetir con sus directores (y amigos) favoritos -Howard, Marshall, Ephron, Steven Spielberg, Robert Zemeckis-, prestarle su carisma al muñeco más simpático de Pixar (aceptó hacer “Toy Story” por apenas cinco mil dólares, el mínimo para un actor de voz), o jugársela con miniseries millonarias que se meten de lleno en esos temas (siempre muy yanqui todo) que tanto le apasionan.
Sus colaboraciones con HBO nos dejaron algunas de las mejores historias televisivas de los últimos tiempos –“From the Earth to the Moon” (1998), “Band of Brothers” (2001), “The Pacific” (2010), “John Adams” (2008), “Big Love” (2006-2011)-, además de su estatus como productor multipremiado que, por alguna razón, no se extiende a la pantalla grande. Y ahí es donde sale a relucir otra de las grandes cualidades de este señor: su ego tan poco desmedido, la figurita difícil de Hollywood. Mientras Kevin Costner y Mel Gibson se despachaban con épicos debuts cinematográficos y se llevaban a casa la estatuilla como Mejor Director, Hanks nos llenaba el alma de canciones y tiempos sesentosos más felices con “Eso Que Tú Haces!” (That Thing You Do!, 1996), reforzando esa idea de buena onda desbordada implantada en el inconsciente colectivo.
No sabemos si Tom es “el actor más querido” (perdón Keanu) o un gran simulador, pero no caben dudas de que representa lo mejor de una industria que no siempre cae bien parada. A pesar de llevar a cuestas esa aura de clasicismo, Hanks se supo adaptar a los tiempos que corren, alternando su tiempo entre proyectos más comerciales como las adaptaciones de Dan Brown, cosas más jugadas como “Cloud Atlas: La Red Invisible” (Cloud Atlas, 2012), incursiones televisivas de calidad, vídeos musicales, y su eterno apoyo al partido demócrata de los Estados Unidos y al Aston Villa Football Club (¿?). Nos cae bien porque parece sincero y espontáneo sin mucho esfuerzo, dentro y fuera de la pantalla, ese ‘hombre común en circunstancias especiales’ con el que cualquiera de nosotros se puede relacionar.
(Fuente: Filo.news)