La pobreza en Brasil: “Esto no es enfermedad, es hambre”
Era junio de 2020 cuando la cantante y dependienta de una panadería, Lígia Régia da Silva, de 38 años, perdió su trabajo. En el mismo mes, el albañil Josimar Moraes, de 48 años, fue desalojado de su casa por no poder pagar el alquiler de 600 reales (111 dólares), y comenzó a recoger materiales reciclables en las calles. La pandemia también ha cambiado por completo la vida de Jaqueline Silva Viana, de 40 años, una peluquera que el año pasado vio cómo cerraban los dos salones donde trabajaba. Además de la pérdida de ingresos durante la mayor crisis sanitaria, hay otra catástrofe que une a estos tres habitantes de Brasilia: están enfermos de hambre. Médicos, enfermeros y otros profesionales de la salud cuentan que, en los últimos meses, han notado un aumento del número de personas que ingresan en los centros de salud públicos con síntomas que creen que son de alguna enfermedad, pero, en realidad, lo que tienen es que están muriéndose de hambre. Y en medio de la capital del país, la tercera ciudad con el mayor producto interno bruto (PIB)de Brasil.
“Cada semana, atiendo más o menos a cinco pacientes que dicen estar enfermos, pero cuando los examinamos, nos damos cuenta de que, en realidad, no es una enfermedad, es hambre”, cuenta Natália, una doctora que trabaja en una unidad de salud en Sobradinho, una ciudad satélite del Distrito Federal. “En 15 años de profesión, nunca imaginé que oiría relatos como los que he escuchado últimamente. Más aún en una ciudad tan rica”, añade la profesional. Para este reportaje se entrevistaron a doce médicos, enfermeros, gestores y terapeutas que trabajan en el Sistema Único de Salud. Como no tenían autorización de las autoridades públicas para conceder las entrevistas, se preservaron sus nombres reales para evitar que fueran sancionados.
En São Sebastião los informes son similares. ”He atendido pacientes que venían aquí con mareos. Casi desmayándose. A uno de ellos le di mi merienda y me di cuenta de que su problema era el hambre, no una enfermedad”, explica Marcelo, médico desde hace 22 años. Lo mismo ocurrió en Ceilândia. “Ya atendíamos a personas con un alto índice de vulnerabilidad social. Pero antes, decían que habían comido dos o tres veces al día. Ahora, dicen que cuando comen una vez, ya están satisfechas”, señala la terapeuta Mariana.
Al no poder llevar comida a casa, también es habitual que la gente aparezca con crisis de ansiedad y pánico. “¿Te imaginas tener niños en casa y no saber cómo vas a llevar comida para ellos? Hace que cualquiera se enferme, de verdad. Hemos visto muchos casos como este”, señala el agente sanitario Kleidson Oliveira, que durante los últimos cinco años ha trabajado en ONGs que asisten a personas que viven en la calle o en comunidades pobres de la capital brasileña. “Nunca había visto tanta gente en la calle y en condiciones tan desesperadas”, cuenta.
La situación es consecuencia del empobrecimiento de la población brasileña. El año pasado, Brasil vio cómo se disparaba el número de personas con inseguridad alimentaria grave o moderada: el 27,7% de la población. Significa que unos 58 millones de brasileños corren el riesgo de no comer por carecer de dinero. Los datos proceden de una investigación realizada por científicos del grupo “Alimentos para la Justicia”, de la Universidad de Berlín, en colaboración con las Universidades Federales de Minas Gerais (UFMG) y Brasilia (UnB). La encuesta fue financiada por el Gobierno alemán y publicada en abril.
Desde mediados del año pasado, la peluquera Jaqueline tuvo que buscar nuevas fuentes de ingresos. Empezó a lavar la ropa de los vecinos y a hacer cortes de pelo a domicilio. Sin embargo, como sus clientes también estaban con pocos recursos, vio que el dinero disminuía. La semana pasada, con tres meses de alquiler en atraso —una deuda total de 2.400 reales (aproximadamente 440 dólares)— y una despensa vacía, caminó 10 kilómetros hasta un centro de salud de Ceilândia, donde su hijo Ítalo recibe tratamiento psiquiátrico. Allí, mientras el niño era atendido por el personal médico, ella informó a otro profesional que se sentía débil y un poco perdida, sin saber qué hacer. El diagnóstico: crisis de hambre y ansiedad. El nerviosismo se debía principalmente a que no sabía cómo proporcionar una vida digna a sus dos hijos, de 21 y 11 años, y a un nieto, de tres años, que dependen de ella para vivir.
“Me recetaron medicamentos que no siempre están disponibles en el centro de salud. Necesito 100 reales para mis medicamentos y los de mi hijo. Pero ¿cómo voy a comprar, si no tengo dinero ni para comer? Sensibilizados por la situación, los profesionales de la unidad sanitaria donaron dos cestas de alimentos para la peluquera. No podían hacerlo directamente, para no vincular la atención en la unidad a la donación. Entonces, pidieron a un conocido que entregara los productos al día siguiente en su casa. Por primera vez en el mes pudo abastecer la alacena. “Fue una bendición. Solo que la situación es humillante para quien lleva trabajando y pagando sus cuentas desde los 14 años”.
Una situación similar fue narrada por la cantante Lígia Régia. Además de perder sus espectáculos por la noche en Brasilia, le robaron el coche familiar con parte del equipo que ella y su padre utilizaban en las presentaciones. “Somos cantantes aficionados. Si no teníamos dinero para la gasolina, mucho menos para el seguro del coche. Ahora estamos sin equipo y sin comida”, dijo la cantante, que vive con su padre y sus dos hijas, de ocho y tres años. “Tenía dos contratos a punto de ser firmados. No tengo perspectivas de nada más”.
Las campañas de donación de alimentos que realizan los centros de salud acaban ayudando a cientos de personas que no tienen nada que comer. Consiguen el apoyo de los vecinos de la comunidad que se movilizan para entregar alimentos no perecederos a través de los agentes comunitarios. “No se trata de un trabajo organizado. Es apenas un alivio, un cariño, el único remedio para el hambre es la comida”, afirma la gestora Eliza, una de las organizadoras de los programas de recogida de alimentos.
Las campañas, sin embargo, solo llegan a los pacientes que tienen domicilio fijo. No es el caso del albañil y reciclador Josimar.”¿Tener hambre? Por supuesto que he tenido y lo sigo haciendo, de vez en cuando. Cuando empecé a reciclar latas, ni siquiera sabía a quién tenía que venderlas. En los últimos dos meses me he estructurado mejor, pero todavía hay días en los que no sé si comeré o cenaré”, dice en un campamento en una zona pública del ala norte de Brasilia.
“Me he enterado de que en los centros de salud algunos trabajadores estaban donando cestas. Pero me pidieron que diera una dirección. ¿Cómo voy a hacerlo, si vivimos en la calle?”, dijo junto a sus tres hijos y su mujer, que se está recuperando de un resfriado y ha sido de poca ayuda en el trabajo. Joshimar, tras la entrevista con este diario, había comprado un paquete de arroz, que cocinaría en el fuego, y consiguió diez panes viejos. “Hoy será un día tranquilo. Cada día tiene su agonía”, dice.
FUENTE: EL PAÍS