El turismo en tiempos de pandemia
La pandemia del Covid-19 provocó el derrumbe de la industria turística. La parálisis de la circulación mundial reveló su vulnerabilidad y obliga a repensar su modelo de desarrollo, basado en un intercambio comercial desigual. A la vez, la urgencia planteada por el cambio climático hace necesario imaginar nuevas formas de disfrutar del ocio.
De repente, el milagro ocurrió: el líquido fangoso de los canales venecianos se transformó en agua límpida. Los turistas habían desertado la ciudad confinada, por lo general colmada de visitantes y rodeada de buques-usinas de crucero. En el silencio de ese siniestro final de marzo, todos eran conscientes de los espectaculares efectos del turismo descontrolado, precisamente por su ausencia. Y podían soñar con un mundo en el que el tiempo de ocio se utilizara para actividades menos destructivas para el planeta. ¡El “turismo de masas” es el enemigo!
Detrás de la aparente obviedad de una observación alimentada a diario por la muy real sobrefrecuentación de ciertos destinos (Barcelona, Venecia, Dubrovnik…), se esconde un implacable juicio social. El turista, es el Otro: “el idiota que viaja”, para retomar la expresión del sociólogo Jean-Didier Urbain. Se mueve en rebaño, grita, es ruidoso, superficial y tan invasivo y vulgar como el bagre en los ríos, su presencia masiva arruina al instante el auténtico y sereno paisaje que le encanta contemplar a su figura opuesta: el “viajero”. Este rechazo cristaliza la angustia de las clases cultas frente al gentío, y más generalmente frente a la aglomeración y “masificación” de prerrogativas que antes les fueran exclusivas.
Porque si por un instante se la despoja de su capa comercial, la cuestión turística se refiere en primer lugar a los tiempos sociales y su contenido: por una parte, el encuadre del tiempo liberado de las clases trabajadoras; por otra, el valor educativo distintivo del tiempo que las clases superiores dedican al ocio.
Cruces culturales
Al contrario de lo que sugiere la visión dantesca de una terminal de vuelos chárter en un aeropuerto en plenas vacaciones de verano, el turismo es de origen aristocrático. Se lo denominaba “Grand Tour”, una invención británica de fines del siglo XVII que permitía a los jóvenes nobles educarse descubriendo monumentos, leyes y costumbres de los países que visitaban –Italia en particular– y también iniciarse en las juergas lejos de miradas indiscretas. Así, los herederos aprendían a heredar, adquiriendo conocimientos lingüísticos y culturales susceptibles de ser reinvertidos en la gestión del título que se les iba a transmitir.
A lo largo del siglo XIX, la práctica se extendió a la burguesía con el desarrollo de los balnearios y el “excursionismo”. El turismo seguía siendo prerrogativa de las clases más ricas. Pero la reorganización del tiempo en el siglo XIX amenazó este exclusivismo. Con las reformas en los sistemas escolares, surgieron primero las “prácticas de tiempo libre” para niños de grupos sociales distintos a los de la burguesía. Al mismo tiempo, la reducción del número de horas que ocupaban a niños, mujeres y luego a hombres, y la gradual conquista de las vacaciones pagadas instauraron un tiempo fuera del trabajo cuyo símbolo en Francia siguen siendo las vacaciones del verano de 1936 –aunque, en realidad, recién alcanzaron su pleno potencial tres décadas más tarde–. Mientras tanto las elites religiosas, económicas, políticas y sindicales se habían embarcado en una lucha por encuadrar ese tiempo liberado. Sus representaciones, descritas por la historiadora Anne-Marie Thiesse, casi un siglo después continúan estructurando el enfoque del turismo mediante la oposición entre “una cultura distinguida, prerrogativa de la elite, que manifiesta la capacidad y voluntad individuales de desarrollar los talentos naturales y, por otra parte, una cultura popular que no pretende distinguir sino ‘educar’ colectivamente a las masas mediante una pedagogía ilustrada” (1).
Ya en el siglo XIX, algunos empresarios del ocio, vanguardia cultural de su tiempo, crearon mercados turísticos para las distintas fracciones de las clases altas y luego medias: desde los ingenieros del Touring Club de Francia, creado en 1890, hasta los excursionistas New Age de Terres d’Aventure, pasando por los deportistas que fundaron el Club Med. Simétricamente, los sindicatos y partidos de izquierda, en particular el Comunista, proponían un turismo social y familiar de posguerra organizado por una galaxia de asociaciones y comités de empresa, en particular aquellas que habían sido nacionalizadas (2).
Desde mediados de 1980, cerca del 60% de los franceses salen de vacaciones, mientras que un 40% se queda en casa. Esta proporción oculta el hecho de que los altos ejecutivos y los intelectuales se van de vacaciones tres veces más que los obreros y seis veces más cuando se trata de viajar al extranjero (excluyendo visitas a familiares) (3). Una mitad de los que no parten se priva de vacaciones por razones económicas, la otra mitad por motivos de salud, familiares, etc.
En la era de las estadías all inclusive (“todo incluido”) a precios reducidos, los veraneantes distinguidos corren el riesgo de cruzarse con los que ellos llaman “turistas”. Se protegen diversificando y multiplicando sus opciones de viaje (descubrimiento de una ciudad, esquí en invierno, viajes culturales al extranjero, estadías en clubes, etc.), inaccesibles a los pequeños presupuestos. Al igual que en materia cultural, las poblaciones acomodadas se distinguen por un turismo “omnívoro” que ofrece a los niños y adolescentes la oportunidad de aprender habilidades valiosas, algo así como la continuidad del “Grand Tour”: “savoir-être” y “savoir faire” (saber-ser y saber-hacer) que forman lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llamaba una “cultura libre”, no enseñada en la escuela pero indispensable para escalar los últimos peldaños de la jerarquía social –precisamente aquellos que no tiene la escala meritocrática, aun cuando su ascenso sea impecable–.
La restricción de los viajes al exterior tras la epidemia de Covid-19 podría debilitar esas estrategias. Tanto más cuanto que los operadores del turismo ahora tienen interés en reorientar su actividad hacia los territorios nacionales y, por lo tanto, movilizar a poblaciones que hasta entonces no salían o salían poco.
Arma geopolítica
En términos de dependencia a los flujos turísticos, a la jerarquía social dentro de cada país corresponde una jerarquía internacional. Así pues, entre las naciones que más recaudan ingresos por turismo (Estados Unidos, España, Francia, Tailandia, Alemania, Italia), la participación del sector en la riqueza nacional es baja para Estados Unidos (7,8%) pero crucial para Tailandia (22%). Definir a su propio país como un destino de ensueño, con la esperanza de captar una fracción de los 8,9 billones de dólares anuales que mueve esta actividad (10,3% del PIB mundial, según el Consejo Mundial de Viajes y Turismo, un foro para la industria del viaje y el turismo) requiere un esfuerzo político y geopolítico.
En Marruecos, los 13 millones de turistas recibidos en 2019 (contra los 9,5 millones en 2012) son el resultado de una estrategia gubernamental explícita, afirmada con el lema –sin duda un tanto utópico– de “20 millones de turistas en 2020”, y materializada en planes de desarrollo como el de Taghazout Bay, cerca de Agadir. Pero basta un cambio geopolítico, una ola de atentados o… una epidemia para provocar una disminución o un estancamiento del número de veraneantes, como ocurrió en Túnez durante la Primavera Árabe. El juego de los visados también ofrece a los Estados un medio para influir en la cartografía de sus flujos, concediendo facilidades de viaje a los turistas de determinados países.
Ser el emisor de una gran cantidad de turistas proporciona una importante palanca de influencia en los países receptores. China, que generó 80 millones de estadías fuera de sus fronteras continentales sólo en el primer trimestre de 2019 y que venía experimentando un crecimiento anual de dos dígitos en esta área (al menos antes del Covid-19), utiliza esta facultad como un soft power. Se vuelve difícil para Francia, el principal destino europeo para los chinos, pelearse con Pekín a riesgo de perder todo o parte de los 2.200.000 visitantes registrados en 2018. Pero también para Tailandia, Vietnam y Japón, que durante varios años han estado recibiendo un creciente flujo de visitantes chinos.
Como arma geopolítica, el turismo también ofrece al poder una herramienta para controlar a su propia población. Pekín fomenta y organiza el desarrollo interno del sector: el propio gobierno define lo que los chinos deben visitar en China, dando prioridad a los sitios según una nomenclatura (5A, como la Ciudad Prohibida de Pekín y la Gran Muralla, 4A, 3A…) bien diseñada para fomentar un sentimiento de orgullo nacional. De manera más sutil, el turismo también permite controlar a las minorías mediante la puesta en escena de sus culturas: se presentan las tradiciones, danzas y modos de vida como rasgos ahistóricos, esenciales y casi naturalizados. Así, folclorizar y convertir en museo a una población local equivale a “congelarla” remitiendo su futuro a su pasado. Los parques temáticos étnicos que se multiplican en el sur de Asia, desde Malasia, con el Taman Mini Malaysia, hasta la isla china de Hainan, cumplen una evidente función política. En Hainan, por ejemplo, los tejidos, las viviendas tradicionales o los trajes del grupo étnico Li se exhiben a los visitantes junto con retratos de Mao Zedong ingeniosamente dispuestos en las cabañas.
Agradable y ¿sustentable?
Al poderoso frenazo que provocó el coronavirus se suma una tendencia más estructural vinculada al aumento de las preocupaciones medioambientales, que crea un incentivo para relajarse más cerca del hogar mezclando lo agradable, lo útil y lo sustentable. Las ofertas en la montaña o en la costa francesas tratan de combinar las tendencias ecológicas, deportivas y de desarrollo personal, proponiendo a una clientela próspera y consciente de sí misma alojamientos del tipo “eco-lodge” con actividades deportivas practicadas en un entorno natural, a veces junto con clases de yoga. Por ejemplo en Seignosse, en la Costa Atlántica, una agencia invita a los veraneantes a surfear durante el día bajo la supervisión de instructores calificados, y luego volver a sus “alojamientos eco-responsables” renovados “con materiales naturales y tradicionales”, realzados con una decoración “hogareña producto del reciclaje” y equipados con sanitarios secos, para después disfrutar de una comida compuesta de productos locales o de circuitos de comercialización cortos: “Un lujo sobrio y majestuoso” para vivir “en ósmosis con el medio ambiente”.
Sin embargo, el turismo sería el origen del 52% de los desechos en el Mar Mediterráneo (4), del 97% de las emisiones de gases de efecto invernadero en la isla de Dominica (5), y en 2017 los 47 barcos del grupo Carnival (Costa Croisières, P&O, Aida Croisières, Princess, Cunard Line, Seabourn, Holland America Line) emitieron diez veces más dióxido de azufre que todos los automóviles europeos, a pesar de que representan menos de la cuarta parte de la flota de cruceros del Viejo Continente (6)… Medir con eficacia el impacto ecológico del turismo implicaría determinar su contribución específica a cada uno de los sectores a los que está vinculado: transporte, ocio, alojamiento, restauración. En Francia, a falta de un ministerio de pleno ejercicio, el fomento de la “eco-responsabilidad” procede sobre todo de los poderes públicos territoriales (consejos regionales, departamentales y de las ciudades), que pueden o no integrar la cuestión en sus proyectos de planificación.
¿Las nuevas exhortaciones al turismo “responsable” renovarán la segregación social o, por el contrario, ofrecerán la oportunidad de pensar por fin al turismo en el marco de una política global del tiempo libre? Planificar el desarrollo regional, articular las formas de turismo y los flujos de visitantes, organizar su vocación social y ecológica: a este programa lo único que le falta es un Estado decidido y resuelto en la materia.
FUENTE: LE MONDE DIPLOMATIQUE