Salta: 6 niños muertos por desnutrición
“Aquí no hay agua, ¿sabe? Tenemos cuando pasa el camión del aguatero dos veces por semana. Y eso, si no llueve. Porque si llueve, no puede entrar. Ni nosotros bajar al pueblo, se pone malo. Entonces hay que esperar que seque todo, y a veces son tres semanas que estamos sin agua”, cuenta Marta Braccamonte, descalza sobre el piso de tierra, mientras a un costado juegan sus hijos y las moscas bailan sobre la mesa puesta al aire libre.
A un costado hay siete bidoncitos de 20 litros cada uno, entre los que se pasean sus perros flacos, con los huesos salidos como cuerdas de guitarra. “Ahí guardamos el agua. Los trae mi esposo de la finca donde a veces hace changas, tenían veneno antes, pero los lavo”, completa. Su drama, el del agua, y el de los recipientes donde antes había glisfosato para acopiarla, no sólo son suyos, sino el gran problema de toda la comunidad wichi de La Loma, 250 personas en uno de los suburbios más pobres de Embarcación, un pueblo salteño a 1670 kilómetros de Buenos Aires. De una comunidad vecina de la misma jurisdicción, llamada El Tráfico, era Lautaro Fernández, el chiquito de un año y diez meses que murió por desnutrición. El sexto en lo que va del año en Salta.
Tiene los ojos negros llenos de paciencia y timidez esta aborigen wichi, de 31 años, cuyo marido “ahora está sin trabajo” y es madre de siete hijos. De ellos, en el hospital le dijeron que dos tienen bajo peso: es decir, el paso previo a la temible desnutrición. Marcela, de 5, pesa 17,200 kilos; Carmen, de 3, 15. Y muestra la libreta de salud de cada una. Las lleva, cuenta, “cuando están enfermas nomás”, porque “está lejitos”. Hoy, como ayer, y como mañana, van a comer “guiso de fideos”. Así, sin nada más.
La carne es un lujo que hoy se van a dar María Yaque (24) y su marido, Jorge Sánchez (26). Una de sus cuatro hijas viene con un pedazo de puchero del tamaño de un puño para sumar a la olla. Fuera de su casa, bajo un sol rajante, ellos guardan el agua en tachos de gasoil y productos agrícolas de 200 litros. “A veces no nos quieren dejar, porque el agua se pone amarilla y la tiramos. ¿Cómo quieren que tome el agua sucia?”. Viven con la Asignación Universal por Hijo de tres mil pesos que cobra ella, y las changas de su marido en una finca de tomates. Cuenta que sus hijos no tuvieron problemas de peso, pero que ella sí tuvo dengue el año pasado. Otro flagelo que recién asoma, pero que se intuye va a crecer a lo largo de febrero.
El caso de María es excepcional. El agente sanitario que va a domicilio les dijo a Noemí Mitre y su hermana Isabel que un hijo de cada una tiene bajo peso. “Acá hay muchos problemas de diarrea por culpa del agua”, dice la última. “Nosotros la hervimos, pero así y todo pasan estas cosas”, señala casi con naturalidad. “Pero no nos dicen si es porque guardamos el agua en esos tachos que tenían veneno. En estos días tenemos miedo, estamos muy pendientes de los chicos”, cuentan. La familia viene golpeada por la tragedia: uno de los hijos de Mabel, la hermana mayor, se ahogó en el río Bermejo, que pasa a cinco kilómetros de allí. “Me prometieron una ayuda desde Desarrollo Social que nunca llegó”, asegura.
Isabel cobra 1500 pesos de Asignación. “Con los pañales se me va la mitad”, se queja. Noemí, que tiene seis hijos, unos 9000. En un rincón del terreno que comparten las tres hermanas y sus familias con la madre de ellas está el baño: un pozo al aire libre tapado con bolsas de nylon. Cuando se llena, simplemente lo tapan y cavan otro. Frente a su casa había dos bombas de agua, que se rompieron. “Hace tres años que por las mangueras no sale nada”, cuentan.
Prácticamente en cada familia se repite el diagnóstico. Ruth Mayot (25), de la etnia toba, también tiene dos hijos en riesgo de bajo peso, un escalón apenas más leve. Mientras su marido va en busca de leña, que vende por 250 pesos cada carro, cuenta que Ailen, de 4 años, subió apenas dos kilos en un año; y Tamara, de 3, apenas 100 gramos en tres meses. Ella no tiene tachos ni una cubierta de auto para guardar agua, así que se los presta su prima, que vive enfrente. Como muchas familias, el único ingreso que tienen es la Asignación Universal por Hijo, unos tres mil pesos que no alcanzan.
Durante años, el problema del agua jaqueó a esta comunidad. Hubo un pequeño respiro, cuando desde una bomba ubicada en el barrio El tanque, cruzando la ruta 34, se tiró una cañería que llenaba una cisterna, de la que salían muchas mangueritas negras que alcanzaban a las casa. Pero El Tanque se comenzó a poblar, y ya la presión del agua no dió abasto. Para peor, cuando llueve, la tierra de esta zona se hace greda, y no permite que circulen vehículos.
Juan Braccamonte y Simplicio Sergio, ambos referentes de La Loma, cuentan que “todos los gobiernos prometieron un pozo que nunca se concretó. Y esto cada vez está peor. Durante el verano hay mucha deshidratación”. Según ellos, hubo un intento de hacer un pozo, pero el agua no era apta para consumo humano. “Deberían perforar 200 metros” aseguran.
Desde hace un tiempo, el clima entre los caciques de cada comunidad aborigen del este salteño y los gobiernos provincial y municipales se comenzó a caldear. Ahora, por primera vez, están dispuestos a unirse. Por eso formaron la Mesa Coordinadora de La Nueva Integridad, con la que amenazan la hegemonía de los criollos en la política local, hoy encabezada por el intendente Carlos Funes, hombre del gobernador Sáenz. Ellos aseguran que las comunidades wichi, toba, guaraní y w’enhayek -de mayoría evangélica todas ellas- reúnen alrededor de 15 mil voluntades, sobre un total de 25 mil que tiene la jurisdicción de Embarcación en condiciones de votar. “Nos diferenciamos nada mas que por el dialecto. Esa separación fue un intento de los políticos nuestros por dividirnos”, enfatiza Ceferino Vallejo, cacique de la Comunidad Carboncito, a 45 kilómetros de Embarcación, pero dentro de su jurisdicción.
“Estamos cansados de las malas políticas”, explica Carlos Díaz, el secretario de la agrupación que reúne a 24 comunidades que tienen personería jurídica y unas seis más que están en trámite. “Nosotros no tenemos participación. Nos hay ni un solo concejal wichi. Hemos charlado con funcionarios provinciales que todos los beneficios y las ayudas que envía el gobierno nacional y ellos canalizan a través de los municipios los agarran otras agrupaciones, que son los piqueteros y punteros, y tendrían que llegar a las comunidades originarias”. En la zona, el grupo más arraigado es la Corriente Clasista y Combativa.
Una de las carencias más importantes que tienen las comunidades wichis es la hospitalaria. En Carboncito, por ejemplo, hay una sala construida, pero jamás fue equipada y no hay médico ni enfermero. Se está deteriorando. Sí está designado, como en todas estas localidades, un agente sanitario. En este caso, es un criollo que está a punto de cumplir 65 años y jubilarse. Faustino Rodríguez tiene sobre la mesa de su patio una montaña de fichas de habitantes del lugar. “Hay muchos chicos en riesgo de bajo peso, diría que del 60 al 70 por ciento. Pero sólo un caso de bajo peso en esta comunidad, quien le damos dos cajas de leche”.
Como todos, tiene su queja: en vez de las 13 cajas de leche que necesitaba, sólo le enviaron ocho la última vez. Cuando se le pregunta por las causas de tantos casos de desnutrición, resume: “A veces las madres no los alimentan bien. Piensan que sólo con darles el pecho alcanza. Y después de los 8 meses es cuando comienzan a estar mal. Por supuesto que hay distintos factores: la calidad del agua es horrible. A veces mandan cloro en pastillas, pero la gente le tiene desconfianza. Por esa causa se produce mucha diarrea y vómitos, y hay deshidratación. La mala alimentación es otro. La dieta se basa en guiso de fideos y sopa, y muy poca carne, falta de proteína. Y algo más, es la cantidad de pediculosis: los piojos chupan sangre, y eso también influye en la desnutrición”.
( Fuente: Infobae)