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24 horas en la vida de la infancia: Poesía contra el machismo

Katleen tiene 15 años y vive con su madre en un suburbio a las afueras de São Paulo. Va al colegio por las mañanas y por las tardes trabaja de camarera para ayudar a la economía familiar. Su plan A es ser militar, y el B, estudiar Servicio Social. Mientras, combate las desigualdades con sus versos.

Nací poderosa
Simplemente no lo imaginé.
Y hoy estoy aquí
Vomitando en tu cara
Desatascando todo lo que estaba atascado
incluso sin comer nada.
Por eso,
Ámate a ti misma sin miedo, chica
Sé que mis versos te tranquilizan
Mis estrofas te liberan
Soy la que te escucha
Soy la que te cura
Eso te salva de las madrugadas frías
Soy una mujer de São Paulo
Y mi nombre es poesía.

Katleen ya no es Katleen. Pero es más Katleen que nunca. Ha destilado la gota más pura de su esencia. A su yo de hace dos meses se le veían todas la curvas por encima de unos vaqueros rotos y un top rosa con escote. Y a ella el rosa no le gusta. Aún tiene el armario lleno de tacones. Pero ya no los usa. Esa no era ella. Era la Katleen que le gustaba a su familia. Femenina. La que vestía al estilo del suburbio de São Paulo, Brasil, donde vive y domesticaba su raíz afro alisándose el pelo para que le cayera lacio sobre los hombros. Hasta que dijo basta.

Pasó que ha cumplido 15 años y ha empezado a buscarse debajo de todo el cartón piedra que su entorno había construido sobre ella. Si cuando iba a comprar ropa con su madre le llamaba más un pantalón de deporte que una falda, ¿por qué no hacer caso a lo que ella deseaba? Y si su pelo le chillaba que quería salir con fuerza hacia arriba en una preciosa espiral color chocolate, ¿por qué ignorarle hasta dejarle sin personalidad ninguna? “Mi pelo tenía mucho volumen. La gente en general me decía que era feo y desarreglado. Así que yo fui aprendiendo a arreglarlo y, al final, lo dejé sin cuerpo. Pero poco a poco fui conociendo referencias afrobrasileñas e identificándome con ellas, y entonces vi que era posible y bonito. Me lo corté para que recuperara su forma. Este nuevo corte representa una nueva fase de mi vida”.


La fase práctica, dice. También reivindicativa y feminista. Lleva el cráneo rapado y solo ha dejado que su cabello crezca en la parte superior de la cabeza, como si fuera un pequeño aunque denso matorral domesticado. Pero hoy es viernes, y los viernes el rizo le queda raro. Por eso lo oculta bajo una gorra. Eso le da 20 minutos más para dormir, así que el despertador, en vez de sonar a las 6.00, lo hace a las 6.20. Después de la ducha, se viste con una camiseta ancha azul marino, un pantalón de chándal oscuro y deportivas blancas. Y se enfrenta al espejo del armario de su habitación.Observa cómo su reflejo se cuelga de las orejas dos pendientes largos y del cartílago que divide sus fosas nasales un arete plateado. Pulsera en su muñeca izquierda y anillo en el índice de la misma mano. Para el rostro, una base ligera de maquillaje, y en los labios, una lámina de brillo. Por último, coloca unas gafas redondas y se calza una gorra color burdeos de Tommy Hilfiger. En sus auriculares suena This Is America, de Childish Gambino. Coge una galleta o algo rápido que pueda comer por el camino y sale de casa.


Katleen vive con su madre —su padre no tiene ninguna presencia en su vida— en un piso modesto con vistas a una ajetreada vía de tren. Ambas residen en una suerte de urbanización formada por varios bloques de pisos con sus fachadas desconchadas. Y todos ellos rodeados por un muro de piedra con alambre de espino. Al otro lado del muro, la quebrada, nombre con el que se conocen en Brasil los suburbios como este de casas desnudas a medio construir, pobreza y peligro. “El camino al colegio lo hago en 20 minutos y, como siempre voy con retraso, no pienso en el riesgo. Me pongo los cascos y voy oyendo música. Lo que más me molesta son los hombres que muchas veces me dicen cosas por la calle”. La adolescencia le pidió a Katleen su cambio de estilo, expresar su personalidad, y de paso cumple otra función: “Cuando me visto femenina, con escote grande, y voy andando, acabo sufriendo acoso. Me chillan o me piden que suba a su coche. Ellos creen que son elogios, pero a mí no me gusta, no me siento alabada. Prefiero vestir así porque me encuentro más cómoda. Las mujeres corremos peligro en todos los lugares. En casa, en los barrios ricos, en los pobres… Nos acosan, nos roban, y solo porque nos ven como algo más frágil. Pero en las quebradas no tenemos auxilio. Ocurre con más frecuencia porque saben que te pueden hacer cualquier cosa y que no les va a pasar nada”. El acoso y las agresiones sexuales son un problema que va en aumento en Brasil. Entre 2011 y 2017 se incrementaron las denuncias por violencia sexual contra niños y adolescentes en un 83%, según datos de Unicef. Para evitar peligros, hay tramos del camino en los que Katleen procura juntarse con un par de compañeros.


Hoy las dos primeras horas son de biología, pero no ha venido el profesor. No se extraña porque cada mañana falta al menos uno de sus maestros y explica que muchos están de permiso médico y el colegio no cuenta con sustitutos. Les resulta tan habitual que la clase ha aprendido a autogestionarse. Ella se junta a un grupito de 12 y con la combinación de tres movimientos se marca un ritmo. Primero se golpea el pecho con una mano, luego chasquea los dedos y por último da una palmada. Pecho, chasquido, pecho, palmada. El resto la sigue dando manotazos sobre la mesa. La profesora de lengua tampoco aparece y se encuentran de nuevo solos. Arriman los pupitres a la pared, Katleen toma las riendas y, a sus órdenes, uno a uno salen al centro a rapear, leer o cantar en una improvisada sesión freestyle. En su turno, Katleen recita con gestos de hip-hop un poema propio manchado de feminismo: “Soy una mujer de São Paulo / Y mi nombre es poesía”.


Al final de su jornada escolar, solo ha recibido una de las tres clases previstas para hoy. Puede comer en el colegio, pero prefiere irse a casa. A veces coincide al mediodía con su madre. Si no está, se pone en Netflix un capítulo de la serie Por trece razones y come algo que no le llene mucho, una salchicha o una fruta. Si tiene deberes, los hace. Si no, aprovecha para echarse un rato porque apenas duerme seis horas cada noche y arrastra ese cansancio el resto de su día. Pasadas las 14.00, mete el uniforme de trabajo en la mochila y sale de casa porque trabaja de 16.00 a 22.30 en un restaurante de la cadena de comida rápida Subway que le pilla a hora y media y para el que tiene que hacer un tramo andando, otro en bus, otro en tren y otro en metro. Pero es trabajo, y ­Katleen lleva empeñada en encontrar un empleo desde los 13 años. “Llevo así tres semanas. Me siento cansada, pero vale la pena porque necesito el dinero. Con lo que me pagan ayudo a mi madre, tenemos muchas deudas. La otra mitad de mi salario es para mí, con ese dinero me pago el dentista, compro ropa…”. A las 17.00 tiene una pausa para comer y degusta la única comida contundente de su día: un plato de arroz con carne que le ofrece la empresa. Su estómago no admite mucho más alimento, quizá porque las circunstancias lo acostumbraron así. “Vengo de una familia con muchas dificultades económicas. Tomábamos cuscús para comer porque no teníamos dinero para comprar arroz. Y lo comíamos en el desayuno, en la comida y en la cena”.

Katleen se pasa la tarde haciendo bocadillos. Cuando sale a las 22.30, emprende el camino de vuelta. Sube al metro, luego al tren, pero no al autobús. A esa hora el barrio de Katleen resulta aún más peligroso para una adolescente sola, por eso su madre intenta llegar para recogerla en su Uber a la salida del tren: “Llevaba un año y medio sin empleo. No encuentro trabajo de Servicio Social, que es la carrera que estudié hace cuatro años. Llegué a trabajar ocho meses en un hospital como asistenta social, pero me despidieron. Como no encontré trabajo, pensé que podía ganar dinero con el coche. Me gusta, pero tengo miedo. Oí hace poco que dos conductores de Uber habían sido asesinados en un asalto cerca de aquí, aunque yo no he tenido, de momento, ningún problema”, cuenta.


A Katleen le gustaría estudiar Servicio Social, como su madre. Pero su plan A es entrar en la Marina. “Siento que el ejército es un sistema sucio, con mucha corrupción y milicia, y a mí me gustaría contribuir a mejorarlo. Es importante que haya mujeres porque tenemos que darnos a conocer, hacer resistencia desde dentro. Hay mayor cantidad de hombres porque se cree que son más fuertes y más resistentes, tanto que, si hubiera una guerra, solo ellos podrían luchar. Las mujeres nos quedaríamos como enfermeras. Es una cuestión de representación”. También le gustaría ser escritora. Ha descubierto en la poesía su gran pasión y por eso pasa los fines de semana en un centro cultural. Cuenta que las quebradas tienen mucha más cultura de la que la gente cree, y que este espacio le ayuda a cambiar de mentalidad y a informarse sobre asuntos que le interesan como el feminismo. “Todas las mujeres son poderosas, lo que pasa es que la sociedad te pone en un lugar más débil. Yo me he sorprendido siendo machista, pero la reconstrucción es un proceso, hay que estar atento para ir superándolo. Mi madre, que es machista, siempre me ha dicho que debo tener mi propia casa, mi coche, mi carrera… Que no debo depender de un hombre para construir mi propia familia. Ese discurso es feminista, solo que ella no lo sabe. Las personas con ideas machistas u homófobas es muy difícil que cambien, pero ahora hay gente joven con otra mentalidad. De aquí a 10 o 15 años será distinto. Por eso mis poemas hablan de empoderamiento femenino, machismo y acoso. Yo creo que la poesía puede cambiar el mundo, ha salvado muchas vidas. Incluida la mía”. 

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FUENTE: EL PAÍS