Segundo encuentro entre Kim y Trump
En 1953, Eisenhower llegó a la presidencia de EE.UU con la promesa de resolver la guerra de Corea, empantanada en dos años lucha y negociaciones fútiles mientras bombardeaban con armas convencionales las colinas convertidas en hormiguero humano, casi inmunes gracias a los túneles de los revolucionarios de Kim Il Sung. El norteamericano envió un mensaje secreto -esos donde los políticos se dicen la pura verdad- advirtiéndole a chinos y norcoreanos que, si no retomaban el diálogo, usarían su arsenal nuclear.
Kim Il Sung entendió ese mensaje y volvió a la mesa de negociación para firmar el alto al fuego sin tratado de paz que perdura hasta hoy, dejando a los dos países técnicamente en guerra. Pero como buen estratega, se puso manos a la obra consciente de que la amenaza norteamericana estaría latente por décadas. Tres abnegadas generaciones de la dinastía Kim enfocaron sus esfuerzos económicos en lograr lo único que podría garantizarles un escudo defensivo eficaz: la bomba atómica que -curiosamente- es la mejor garantía de que no haya guerra entre dos enemigos que, si destruyeran al otro, automáticamente se autodestruirían.
Al primer Kim lo convencieron de que la amenaza venía en serio, mientras que el último Kim parece haber persuadido a Trump de que alcanzó su objetivo nuclear, siendo acaso capaz de llegar hasta California. Y en medio de todo esto, una carambola histórica hizo caer a la derechista presidenta Park en Corea del Sur, ocupando ahora su lugar el centroizquierdista Moon, quien ante la escalada verbal entre Kim y Trump, declaró que sería mejor idea que las dos Coreas organizaran un mundial de fútbol. El presidente de EE.UU. vio allí una oportunidad política de tipo personal: ponerse el traje de estadista internacional y acaso soñar con un insólito premio Nobel de la Paz.
Estados Unidos arrojó 635.000 toneladas de bombas en la península coreana y otras 32.500 de napalm, arrasando cada pueblo y ciudad de Corea del Norte hasta generar unos dos millones de muertos. Por eso, cuando Trump prometía días de “furia y fuego”, en Corea del Norte se lo tomaban en serio. Y cuando al caer la Unión Soviética la población comenzó a pasar hambre -en un contexto de bloqueo comercial- todo siguió en esa misma línea intervencionista que quizá haya solidificado un sentimiento antinorteamericano en la población, algo que a Kim III -educado en Suiza y fanático de la NBA- siempre le ha venido bien para apelar al nacionalismo.
La histórica segunda cumbre entre la Corea y la América del Norte transcurrió entre las afrancesadas paredes del legendario Hotel Métropole de Hanói, donde Graham Greene escribió su novela El americano impasible -ambientada en la guerra de Vietnam- de la cual una frase extraída resume el ambiente del comienzo de esta reunión: “Las heridas se habían helado hasta la placidez”.
Trump, como siempre, ofició de anfitrión en casa ajena: condujo la situación con seguridad e inusual cuidado de agradar siempre a un presidente bajito de traje Mao, mofletudo y algo timidón que miraba todo como asombrado, pero que a la hora de la verdad ha sabido hacerse respetar.
En un brevísimo receso de las reuniones bilaterales para unas fotos, un periodista le preguntó a Kim si pensaban tocar el tema de los derechos humanos, pero un oportuno Trump no le dio tiempo a contestar: “Hablaremos de todos los temas”.
En esa misma ocasión, el norteamericano pareció testear al interlocutor corriendo un poco los límites: un periodista le preguntó a Kim sobre la posibilidad de abrir una oficina de EE.UU en Pyongyang, quien no quiso responder y propuso a Trump retirar a los medios de la sala. Pero el norteamericano dobló la apuesta diciendo que la parecía una buena pregunta y gustaría de escuchar la respuesta. Kim cedió afirmando que sería algo “bienvenido” y agregó que lo mejor era discutir estas cosas en privado.
Pero en privado las negociaciones no avanzaron nada, a tal punto que a media tarde el programa preanunciado de la cumbre se canceló -incluyendo el almuerzo y la firma de un documento- y cada presidente partió inesperadamente hacia su hotel, donde Trump dio una conferencia de prensa. Allí subrayó por décima vez en dos días que Corea del Norte “tiene un gran potencial” -quiere seducir a Kim con riquezas- pero que esta vez no se decidieron por ninguna opción para avanzar en un acuerdo: “llevará tiempo”. Concedió a regañadientes que el problema mayor fue el levantamiento de todas las sanciones: “no pudimos… quisiera hacer esto bien, antes que rápido”.
Trump intentó disimular el fracaso de la cumbre, que no llegó más lejos que la anterior en Singapur, la cual fue una mera declaración de buenas intensiones. “Hay un brecha”, dijo sin mucho detalle. Y por lo visto es grande, con expectativas de cada lado aún muy lejanas entre sí. Sus escalones son cuatro: reestablecer relaciones diplomáticas, firmar un tratado formal de paz, desnuclearizar -¿el norte y el sur?- y repatriar a 5000 soldados norteamericanos desaparecidos en acción.
Desnuclearizar el sur de la península sería tan fácil como que EE.UU envíe sus bombas a casa, algo en verdad simbólico porque se las puede arrojar desde cualquier portaviones. En cambio el proceso completo en el norte podría llevar años, incluyendo las armas biológicas que podrían hacer casi tanto daño como una nuclear, lo cual sometería a Corea del Norte a una minuciosa y humillante inspección permanente.
Si los dos presidentes se reunieron en Singapur y Vietnam, fue porque así como Kim I se tomó en serio la amenaza de Eisenhower, Trump creyó el mensaje de Kim III cuando comenzó sus pruebas nucleares. El norteamericano dijo que con su par norcoreano “nos hemos enamorado”. Pero cuando hablan a solas parece primar aun la desconfianza: el compromiso no llega. La bomba atómica es como un seguro de vida para Kim Jong Un y no la va a entregar hasta no estar absolutamente seguro de que no lo están engañando. Están en juego su régimen, su propia vida y la continuación de un linaje con simbología comunista que ha sido la piedra angular de un conveniente equilibrio geopolítico en una zona donde China no quisiera tener a las tropas norteamericanas en su patio trasero -sería el resultado de la reunificación-, EE.UU, Rusia y los chinos temían un rearme de Japón -que reclamó su derecho ante los misiles de Kim-, Corea del Norte necesitaba un enemigo externo creíble para justificar la falta de libertad, y a la Corea del Sur hipercapitalista pobre en derechos sociales le era útil un fantasma rojo que justificara toda clase de abusos laborales en favor de las corporaciones industriales.
Todo eso comenzó a cambiar cuando el vilipendiado pero hábil estratega Kim -objeto de un mega bullying global-, comenzó a tirar misiles al mar mientras un cambio político inesperado sucedía en Corea del Sur. Pero el final de todo esto continúa abierto hasta la próxima función. Hasta ahora, al menos en los papeles, todo sigue más o menos como lo dejaron Eisenhower y Kim III el 27 de julio de 1953. Corea, esa moneda con dos caras extremadamente opuestas congelada en la Guerra Fría, sigue girando en el aire sin terminar nunca de caer.